Opinión | LA SUERTE DE BESAR
Los apartamentos turísticos y el modelo de ciudad
El propietario de la vivienda se excusaba con promesas de llamadas de atención. La realidad es que, mientras él engrosaba su cuenta corriente, el bienestar de toda la comunidad se iba a pique
Muchos indígenas nos sentimos incómodos criticando a nuestro vecino por alquilar su apartamento en una plataforma estilo Airbnb. No es fácil defender el derecho al descanso frente el discurso de que, gracias al ingreso extra, pueden pagar la hipoteca de intereses leoninos, llegar a final de mes más holgados o ahorrar para la educación universitaria de los churumbeles. Nadie quiere ser el malo de la película, pero la realidad es que la mayoría de alquileres turísticos merman la calidad de vida de quienes tienen la pésima suerte de convivir con ellos en rellanos, calles o barrios. Por no hablar de cuánto afecta esta actividad al modelo de ciudad.
Envidio la firmeza con la que los gobernantes de la ciudad de Nueva York han decidido limitar a Airbnb. Porque, no nos engañemos, a una multinacional de estas características sólo se le planta cara desde unas instituciones que se toman en serio el bienestar de su ciudadanía. Salvo alguna excepción, que seguro debe haber a pesar de no conocer ninguna, que el vecino alquile su espacio colindante al tuyo es un incordio mayúsculo. Ruidos de maletas, servicios de limpieza a deshoras, llamadas al timbre equivocado, gritos al volver de marcha, vómitos en la acera, fiestas y música a todo volumen de madrugada o esa sutil sensación de inseguridad y desprotección que provoca que personas extrañas y que están de paso tengan acceso a los espacios comunes que habitas. Todavía recuerdo cruzarme en la escalera con un adolescente descamisado que apuraba sus últimos sorbos de la botella de vodka, al tiempo que mis hijos y yo salíamos de camino al colegio. Innecesario y desagradable a partes iguales. El propietario de la vivienda se excusaba con muchos lamentos y promesas de llamadas de atención y argumentaba que cualquier alquiler es una lotería, pero la realidad es que, mientras él engrosaba su cuenta corriente, el bienestar de toda la comunidad se iba a pique.
En la barriada, lo primero que desapareció fue el colmado. Después, el horno. En su lugar, abrió una franquicia de panes y cruasanes industriales que cumple la función de hacer creer a los turistas que el producto es artesano. Al poco tiempo cerró el kiosko, que se convirtió en una heladería con un dependiente disfrazado de chef italiano. La cafetería de siempre es ahora una tienda de suvenires y el restaurante de paellas, una inmobiliaria. Se inauguró un supermercado donde un paquete de macarrones cuesta tres euros y una terraza ruidosa es hoy el epicentro de la marcha nocturna. El barrio se ha adaptado a foráneos y a negocios y pasear por sus calles es pasear por un decorado sin conexiones emocionales. Los residentes han dejado de sentirse protagonistas para sentirse meros figurantes. Las viviendas se han vaciado de nacionales y se han llenado de extranjeros. No hay posibilidad de encontrar un alquiler de larga duración a un precio asumible y los de aquí hemos emigrado hacia lugares acordes a nuestros bolsillos, lugares que ni tan siquiera nos gustan y en los que no conocemos a nadie, pero que son los únicos que nos podemos permitir.
La ciencia infusa no gestionará el modelo de vivienda, la convivencia o la promoción de espacios donde desarrollar relaciones vecinales. La buena gestión política, sí. Y en esas andamos, confiando que así sea.
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