Opinión | ANÁLISIS POLÍTICO

Cataluña, el haz y el envés

Viene esto a cuento del conflicto catalán, que, aunque ya ha comenzado el apaciguamiento, con los indultos y las negociaciones, todavía discurre por dos versiones contrapuestas

Manifestación independentista de la Diada.

Manifestación independentista de la Diada. / ALEJANDRO GARCÍA / EFE

Los historiadores profesionales saben bien la importancia de la perspectiva en la construcción del relato de un acontecimiento antiguo. La historia de nuestra guerra civil, por ejemplo, tardó décadas en asomar con la debida distancia y ecuanimidad, y hubieron de ser los hispanistas británicos quienes nos entregaran el primer relato fidedigno de aquella gran confrontación. Solo tiempo después de aquellas incursiones retrospectivas, las siguientes generaciones de historiadores de aquí abordaron el conflicto con la cabeza fría.

Viene esto a cuento del conflicto catalán, que, aunque ya ha comenzado el apaciguamiento (con los indultos y las negociaciones), todavía discurre por dos versiones contrapuestas, según ha detectado con agudeza Ignacio Sánchez-Cuenca en un reciente artículo clarificador. El haz y el envés del relato de lo sucedido, una historia de desentendimientos que alcanzó el cenit el 1 de octubre de 2017, son radicalmente diferentes. Para los conservadores, los aviesos separatistas emprendieron su viaje a ninguna parte con la firma del inicuo pacto de Tinell que dio lugar al tripartito, la alianza entre el PSC y el nacionalismo de izquierdas, y que excluyó explícitamente al PP de cualquier interlocución o acuerdo. Durante aquel periodo, y con la ayuda de Zapatero, Maragall logró sacar adelante una reforma estatutaria radical que el TC desactivó. A partir de 2010, el nacionalismo se adueñó otra vez de las principales instituciones catalanas, preparó una conspiración, llevó al Parlamento unas leyes inconstitucionales de desconexión y organizó un golpe de mano que tuvo que ser desarticulado policialmente, que obligó a la aplicación del art. 155 C.E. y que fue tipificado como sedición por el Tribunal Supremo, que condenó a prisión a los cabecillas.

El envés de este relato, moderado y progresista, es diferente: como también dice Sánchez-Cuenca, “la crisis de 2017 fue una crisis constitucional y un fracaso colectivo como país. España, incluyendo Cataluña, no estuvo a la altura de lo que cabía esperar. No se dialogó, no se negoció, unos desobedecieron gravemente y otros buscaron una solución represiva y punitiva en lugar de una salida política”. Rajoy hizo gala de su tancredismo, no quiso ni siquiera conocer el pacto fiscal que le proponía Artur Mas, respondió con evasivas y sin argumentos a la demanda generalizada del “derecho a decidir”, y organizó con Fernández Díaz la ‘policía patriótica’, que utilizó a las Fuerzas de Seguridad del Estado para realizar campañas de intoxicación y desprestigio de los principales líderes catalanes. Los separatistas perdieron por completo la razón al recurrir a una vía unilateral que lesionaba el estado de derecho democrático, pero la crisis fue —hay que insistir en ello— la consecuencia de un fracaso colectivo de la política.

El conflicto se empezó a restañar con los indultos y con los diálogos tendentes a superar la confrontación, y hoy Cataluña renace a ojos vista. Sería dramático que no cupiera proseguir por este camino porque los independentistas se encasillan en su burbuja egoísta y autocomplaciente y pidieran puerilmente la luna que nadie puede concederles.