Opinión | CONVIVENCIA

Ni gallos, ni bebés

Quejarse porque llora un bebé, y sobre todo hacerlo a través de una nota anónima, creo que es récord olímpico de intolerancia

Una madre y su bebé recién nacido.

Una madre y su bebé recién nacido. / Shutterstock

Se llama 'Maurice'. Hace cuatro años provocó un gran debate en Francia hasta que un tribunal le autorizó a cantar cuando le diese la gana. 'Maurice' no es el nombre artístico de ningún cantante: es un gallo. Y la justicia francesa dio la razón a su dueña, denunciada por varios vecinos a quienes molestaba que el animal lanzara sus kikirikís a los cuatro vientos, cuando apenas despuntaba el día.

En España ha habido casos parecidos; cuando no es el gallo son las gallinas, o la vaca que muge, o la campana que da las horas, pero la consigna es: molestias las mínimas. Pueblo pequeño, infierno grande; sobre todo si hay urbanitas de por medio. La historia de 'Maurice' fue narrada en Francia como símbolo de la enconada batalla entre campo y ciudad, y me ha venido a la cabeza al conocer lo que les ha ocurrido a unos padres primerizos en Barcelona.

En este caso, el protagonista -muy a su pesar, igual que el gallo- se llama Martí. Hace unos días alguien colgó una nota en el portal del edificio donde reside la familia, identificándoles como “queridos vecinos del primero del bebé”, afeándoles que “no creemos normal que un bebé esté más de quince o veinte minutos llorando de seguido, tres o cuatro veces por la noche” y emplazándoles a que “encontréis una solución para poder tener un descanso”. A la madre del bebé, que tiene la extraña costumbre de llorar, le faltó tiempo para abocar su frustración en Twitter, lamentando la falta de empatía que rezuma la nota y el uso del anonimato para algo que es de primero de convivencia.

Ya sé que las grandes ciudades añaden un plus de dificultades y de tensión para conservar la calma y relacionarse con los demás; está el ruido de las motos, de los coches, de los bares, de los camiones que recogen la basura, las sirenas, las aglomeraciones en el metro o en el autobús, los fiesteros que van de madrugada aullando por la calle… Pero quejarse porque llora un bebé, y sobre todo hacerlo a través de una nota anónima, creo que es récord olímpico de intolerancia. Será la herencia de los Juegos del 92. Decididamente, no vamos bien.