Opinión

Crónica familiar

Una crónica, sí, que de momento carece de fin, como la desvergüenza, que tanto tarda en caerse de la cara

Luis Rubiales

Luis Rubiales / E. P.

Hubo una época en que la familia era un léxico propio, disfrutado por reducidas zonas de las casas, a las que acudían los más próximos, casi secretos miembros de un apellido que, en ocasiones muy celebradas, se mezclaba con otros, y así seguía la saga, reproduciéndose, haciéndose mayor, compartiendo secretos y lágrimas. A lo largo del tiempo esa formulación de la palabra familia fue adoptando otros modos de ser, peligrosos o ingenuos, pero ya proclives a abrirse a cualquier parentesco, entre ellos los muy notorios parentescos que incluían a quienes no eran familiares, exactamente, pero que, habitantes del mismo círculo de confidencias o aventuras, se sentían proclives a hacer como que eran familia. La familia, recuérdese. Esa fabricación de origen italiano ha tenido muchas formas de reproducirse, en todo el mundo, y hoy tiene, por ejemplo, por mal ejemplo, sus amargas presencias en golpeados países de nuestra lengua, en América Latina, donde las familias se amontonan tratando de beneficiarse de una conjunción peligrosa que en este momento atañe incluso, en la América del Norte, a vociferantes expolíticos que se agarran otra vez, camino de la vejez, a su dinero para sacarle dinero hasta a la boleta policial de su posible ingreso en prisión. 

En Italia, donde nace ese nombre propio del léxico familiar, por usar el famoso título de Natalia Ginzburg, hubo un tiempo en que escritores tan buenos, tan importantes, tan progresistas como ellos, hicieron crónica familiar del padecimiento que hubo de padecer ese gran país a manos del fascismo que Mussolini importó de los afluentes oscuros de Hitler, quien también intervino de mala manera en la desgracia española de 1936. Vasco Pratolini, por ejemplo, es uno de esos autores, como la propia Ginzburg y como Cesare Pavese, que usó esa secuencia, crónica familiar, para significar la amargura con la que unos y otros, unas familias y otras, vivieron aquel periodo horrible de la vida europea, en ese caso centrada en Italia. En España hubo también muchas referencias a la crónica, que era una manera de disimular, con esa palabra, la autobiografía que en realidad contaban los sucesivos autores que he venido señalando. Aquí escribieron así, haciendo crónica de los distintos asedios a la libertad, escritores como Juan Goytisolo, Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Carmen Laforet Juan García Hortelano, además de Juan Marsé, cuya literatura entera es una crónica de la España tachada de los posguerra.

Entre todos esos títulos el que más se quedó en mi cabeza de lector europeo (y sobre todo español, un adolescente) de los años sesenta fue aquella Crónica familiar de Pratolini, que llevaba conmigo a las playas y a las plazas de mi pueblo, cuando aún yo no tenía, ni esperaba, lo que luego supe que era una educación democrática. Hasta que lo supe, y entonces ya leí de todo, aunque en mi familia, por aquellos tiempos, seguía sin haber posibilidad de libros y aún se dictaba el Cara al sol, en sus distintas formulaciones, en las nacientes televisiones, en las viejas radios. Hasta que ya España salió andando del franquismo, y escribir de este país no era simular lo que se estaba diciendo para que lo entendiera la gente a medias, sino porque ya era parte de la libertad. De las últimas crónicas que se escribieron para hacer metáfora de lo que había estado pasando, y pasaba aún, fue aquella Crónica sentimental de España que abordó Manuel Vázquez Montalbán en la revista Triunfo.

Ahora ya la crónica de lo que pasa es, sobre todo información, aunque suceden cosas que valen más para la crónica sentimental de un país raro que parece sacado de los viejos arcanos de épocas en los que ser español era privativo de quienes podían hablar en alto en medio del silencio al que se sometía a los que no eran de los suyos, o de los nuestros. Estos días, desde que la selección española de fútbol femenino ganó, con extraordinario juego, con inolvidable gallardía, el campeonato mundial, han pasado cosas que parecen de crónica de otro tiempo, la crónica de la que escribía Pratolini cuando no se podía contar qué pasaba en Italia o la que escribía Marsé cuando solo se podían decir a medias las cosas en España. Pues ahora se cuenta que, en un acto público, o abierto para un gran número de directivos y para el público, el más alto de esos directivos consideró oportuno llevar a sus hijas pequeñas a llorar con él porque él quería lavar una afrenta, y no solo eso, que también se dirigió a su padre, presente en el mismo acto, a no llorar por él, porque él iba a seguir siendo el rey. Y si se cuenta, además, que el mismo hombre, celebrándose a sí mismo, culpando a otros de su suerte interrumpida, ha permitido que su madre, como una enlutada de los años sesenta, haga una huelga de hambre para pedir justicia para su hijo... qué decir ahora de aquel personaje que hizo de la expresión "no dimito" un modo de revolverse contra la naturaleza posible de lo que le espera a alguien que, en el ejercicio de su trabajo, ha tenido un traspiés tan importante que ha puesto en vilo a todo el mundo, aquí y en el extranjero.

Para que esta crónica sea verdaderamente familiar faltaba que las primas de esta familia aparecieran delante de la Iglesia donde pide justicia para su hijo la madre de este, culpando a aquella a la que ahora culpa la familia entera de la suerte del más conocido de los directivos del fútbol español. Es una crónica enorme lo que pasa, y sucede porque en primer lugar este hombre fue a explicarse ante los suyos llevando consigo a unas niñas cuyo llanto parecía allí, en aquel enorme auditorio, como un asalto sin sentido a la inocencia. En este momento es mayor el daño porque este hombre no tuvo en ningún caso la sobriedad con que se deben afrontar las desgracias que uno mismo precipita. Una crónica, sí, que de momento carece de fin, como la desvergüenza, que tanto tarda en caerse de la cara.