Opinión | LA COLUMNA

Los pisos turísticos: el gran carajal

Tras el paréntesis impuesto por la pandemia, regresa el fragor de los alquileres turísticos enquistados en inmuebles de indígenas currantes

Los pisos turísticos: el gran carajal.

Los pisos turísticos: el gran carajal.

Tras el paréntesis impuesto por la pandemia, regresa el fragor de los alquileres turísticos enquistados en inmuebles de indígenas currantes. Vuelven las estampas costumbristas de una convivencia encabronada: pisos con más camas que metros cuadrados, atestados de gente joven con ganas de cachondeo vacacional, aun cuando al otro lado del tabique se madruga; aires acondicionados de la NASA que rugen como mamuts en la noche tórrida; la conversión del patio interior en un vertedero de colillas, vasos de plástico y arena playera de las toallas sacudidas alegremente; el trasiego de maletas; la sobrecarga y bloqueo de un ascensor añoso y muy suyo; los escapes de agua; las broncas zarzueleras de ventana en ventana y en distintos idiomas; los portazos; y alguna fantasía escatológica que ahorraremos al paciente lector. Ahora, en plena campaña electoral, una fisura jurídica obliga al Ayuntamiento de Barcelona a conceder 120 licencias en un mismo bloque, en el número 84 de la calle Tarragona.

El cadáver, el muerto de los pisos turísticos, permanecía en el congelador regulado con pinzas, de aquella manera, que no resuelto, por su aristada complejidad. Para el ciudadano anónimo que ha heredado un apartamento de, pongamos por caso, la tía Enriqueta, resulta muy tentador arrendarlo a 200 euros la noche, y que trabaje Rita. El problema radica en los grandes tenedores y en la voracidad del mercado inmobiliario, que extiende sus tentáculos a una velocidad supersónica: el fenómeno ya afecta a ciudades medianas, como Girona, Cádiz, Gijón, Toledo, San Sebastián y Burgos, con el consiguiente encarecimiento de los precios.

Ante semejante panorama, no parece justo lavarse las manos, la comodidad del allá os las compongáis, y dejar solos a los ayuntamientos con la patata caliente. Las administraciones autonómicas y la estatal, sin banderas ni estridencias, deberían implicarse en la solución de un problema real que afecta a la vida de los ciudadanos. Ojo, no hablo de poner topes en el parque de alquileres residenciales -una jugada demasiado riesgosa-, sino de abrir el melón de la revocación de licencias turísticas conflictivas. Normas claras, multas, agilidad. Lo mismo con las okupaciones.

Me temo que vamos tarde. Mientras se extiende la mancha, nuestras ciudades van convirtiéndose en donuts gigantescos, con un agujero en el medio, un centro de cartón piedra, vacío de esos vecinos que hacen de los barrios espacios humanos y habitables. Ay, las clases medias: fuera del donut y con la cartera pelada.