Opinión | LA VENTANA LATINOAMERICANA

Infamia en Nicaragua

El último capítulo de esta historia se ha escrito en la madrugada del pasado viernes

Nicaragua

Nicaragua / EFE/ Jeffrey Arguedas

Jorge Luis Borges publicó en 1935 sus magníficos cuentos recopilados bajo el título de Historia Universal de la Infamia. Aquel año ni Daniel Ortega (La Libertad, 1945) ni su actual esposa, Rosario Murillo (Managua, 1951) habían nacido. Por lo tanto, eran entonces obviamente incapaces de saber que en la actualidad escribirían unas de las más atroces páginas del autoritarismo jamás redactadas en su país desde 1937, fecha de comienzo de la dictadura somocista.

Más allá del casi solapamiento de estos dos años, superar la larga historia de asesinatos y persecuciones políticas, represión, corrupción y saqueo al estado desde el mismo aparato del estado no es algo precisamente sencillo. En la tierra de los Tachos y los Tachitos ser más infame que cualquiera de los tres miembros de la dinastía Somoza no es una tarea fácil. Pese a ello, resulta bastante corriente en nuestros días asociar la gestión dictatorial y autoritaria del matrimonio Ortega – Murillo con la realizada en tiempos por la familia Somoza.

El último capítulo de esta historia de la infamia nicaragüense se ha escrito en la madrugada del pasado viernes. Básicamente ha consistido en la redada efectuada por la policía sandinista en la curia de Matagalpa y el secuestro de su obispo, Rolando Álvarez, y de ocho de sus más cercanos colaboradores. El ataque policial se produjo tras 15 días de cerco de la sede diocesana y del previo cierre (el 1 de agosto) de siete emisoras de radio controladas por el obispado, todas ellas connotadas por su firme denuncia de las violaciones de los derechos humanos cometidas por el régimen neo – somocista.

Mientras el obispo Álvarez fue trasladado a una casa en Managua, sus colaboradores, incluyendo a los sacerdotes, acabaron con sus huesos en el penal de El Chipote, un antro caracterizado por las durísimas condiciones en que deben subsistir los presos políticos allí recluidos. Todos los represaliados, comenzando por Álvarez, fueron acusados de “organizar grupos violentos” y “fomentar el odio”. Por eso habrá que ver cuál es la decisión final del matrimonio Ortega – Murillo sobre el futuro del obispo.

Ante esto se barajan básicamente dos alternativas. La primera, expulsarlo del país, conducirlo al destierro, siguiendo los pasos de monseñor Silvio Báez, actualmente en Miami. La segunda, que cumpla detención domiciliaria (casa por cárcel). Desde la perspectiva dictatorial es preferida la primera opción por su menor coste político.

Pese a ello, habrá que ver cuál es la reacción tanto de la diplomacia vaticana como de la Conferencia Episcopal nicaragüense, para quien aceptar el destierro de uno de sus miembros más destacados podría verse como una clara claudicación frente a la dictadura. Por eso, en una no tan velada crítica a la cúpula eclesiástica, el cura exiliado Edwin Román fue rotundo: “Basta ya de tanto silencio, hablen quienes tienen que hablar y dar la cara, a eso se le llama pecado de omisión”. 

El golpe contra el obispo de Matagalpa ha sido de tal magnitud que hasta el mismo papa Francisco se ha visto obligado a intervenir y manifestar públicamente su rechazo con lo ocurrido. Pero, sus palabras del domingo no fueron todo lo contundente que más de uno esperaba. Si bien pronunció “su preocupación y dolor” por lo que ocurre en Nicaragua, una vez más llamó a “un diálogo abierto y sincero”, que permita “seguir encontrando las bases para una convivencia respetuosa y pacífica”.

El silencio papal fue quebrado después de numerosas presiones clamando para que el Vaticano saliera en defensa de sus feligreses nicaragüenses. La prensa en español se hizo eco del tema y 26 expresidentes latinoamericanos (incluyendo a José María Aznar) le pidieron a Bergoglio una postura más firme contra la represión sandinista.

La situación se complica por la complicidad abierta de buena parte de los gobiernos “progresistas” de la región con el régimen nicaragüense, una cercanía que en otros casos convive con actitudes contradictorias o con la política más cómoda de mirar hacia otro lado (también conocida como política del avestruz). Son pocos, muy pocos, aquellos presidentes latinoamericanos en ejercicio, y no solo de la izquierda, que se atreven a denunciar abiertamente lo que está ocurriendo en Nicaragua.

El principal problema, pese al deseo papal, es que no hay con quien dialogar, ya que los principales líderes opositores están presos (algunos en condiciones lamentables) o en el exilio. Y negociar con una pistola sobre la mesa no es la mejor manera de hacerlo.

Por eso es necesario que tanto la CELAC como el Grupo de Puebla tomen una actitud más clara al respecto. Lamentablemente nada de eso va a ocurrir. Romper con Daniel Ortega sería romper con Nicolás Maduro y con Miguel Díaz-Canel y eso, para muchos de quienes todavía se ven reflejados en la Revolución Cubana y sus derivadas (la Revolución Sandinista y la Bolivariana), eso sí sería una verdadera infamia.