Opinión | VACACIONES

El verano

Las altas temperaturas son una evidente señal de la llegada del verano, que para mí es la mejor parte del año y la que me concede fuerzas para el resto de meses

Un grupo de mujeres se refresca en Valencia.

Un grupo de mujeres se refresca en Valencia. / EFE

Está de moda quejarse del calor. En invierno, nadie se queja del frío, pero es llegar junio y dispararse las lamentaciones, como si no fuera lo habitual en los meses de verano. Y yo, que me paso más de la mitad del año soñando con poder quitarme el abrigo, suelo dar la misma contestación: «Pues a mí me encanta el calor». No es que me encante, literalmente; no muero por acampar sobre el asfalto a cuarenta grados para ensayar insolaciones y detesto que la almohada se quede mojada por el sudor. Estoy acostumbrada a que me miren como si hubiera afirmado que la Tierra es plana. Y tal vez declarar que me encanta el calor, tan categóricamente, resulta un poco irracional, pero sí estoy segura de que odio el frío, y los inviernos de Madrid son especialmente crudos. Siempre he pensado que sería mucho más feliz en climas más suaves, como el de Canarias.

En general, las altas temperaturas son una evidente señal de la llegada del verano, que para mí es la mejor parte del año y la que me concede fuerzas para el resto de meses, y por eso puedo gritar a los cuatro vientos que me encanta el calor, aunque me exponga a un linchamiento público. El verano es la estación azul por excelencia. Como un lago grande y celeste por el que navega el velero frágil y bonito de la infancia. Se acerca a la orilla, subo a cubierta y me invaden cientos de sensaciones que creía extintas.

Hay olores precisos, como el de las arizónicas, que me retrotraen a aquellos veranos en la urbanización de Las Lanzas, entre San Juan y Campello. Por esa zona alicantina, las piscinas de las urbanizaciones están rodeadas de setos que tienen un olor muy característico, mezclado con el del cloro y el de las frituras que sirven en las terrazas. El paseo marítimo, los flotadores, la falda de lunares de mi abuela, los castillos de arena. Otro aroma veraniego por excelencia es el de la dama de noche, que recuerda a los paseos nocturnos por Conil de la Frontera, donde la luna se ve más bonita y las guitarras lloran de nostalgia. Pueblos blancos de Andalucía, rasgados por playas anchas y todavía salvajes, que habitan mi adolescencia y mi juventud.

Existen canciones que parecen carreteras directas al verano, como Time Of The Season, de The Zombies, Good Vibrations, de los Beach Boys, o Nights In White Satin de los Moody Blues. Las de The Doors y, en general, todas las de aquel Verano del Amor en el San Francisco de 1967: Jeffersson Airplane, Jimi Hendrix, The Mamas & The Papas... Siempre he sido de la opinión de que el movimiento hippie ha hecho una gran y veraniega aportación a la historia de la música.

También los sabores son puertas al verano. El del helado de nata, por ejemplo, que está tremendamente infravalorado –casi tanto como el calor–, o el de las tortillas de camarones. Un verano, en Conil, conseguí aficionarme a la cerveza y, desde entonces, también me sabe a vacaciones. Creo que las vacaciones constituyen la clave de mi preferencia por el verano y, en este punto, comprendo que soy terriblemente subjetiva, porque, más allá de los estudiantes y profesores, casi nadie tiene los meses de julio y agosto libres. Como mucho un mes y a veces ni eso. Cuando dejé de ser estudiante, decidí aprovechar mi vocación pedagógica y apostar por seguir manteniendo intactos mis veranos. Y ahora me siento tremendamente afortunada.

Y es que, en verano, el tiempo parece detenerse. Como si fuera una eterna fiesta, una canción antigua que regresara, cuya melodía tarareamos el resto del año. Me gusta mirar las nubes tumbada en la toalla, sobre el césped de la piscina, mientras mi piel se va secando y la caricia del sol acaba convirtiéndose en algo molesto y pegajoso que me empuja a volver al agua para después recomenzar el ciclo. O salir por terrazas en esas tardes larguísimas de principios de julio, estrenando un vestido de las rebajas, el cabello secado al aire y las uñas pintadas –con muy poca habilidad, lo confieso– de colores brillantes: rosas, azules, rojos. Y contemplar cómo la ciudad se va llenando de transeúntes a medida que cae la noche y encontrar cientos, miles de motivos por los que vivir es una idea tan frágil como maravillosa. Las preocupaciones se visten de lejanía y contemplamos el espectro de la felicidad dibujado en las piscinas y en las nubes y en las terrazas masificadas de los bares, en las playas salvajes, en los castillos de arena que un día construimos y que todavía se esconden en las fotografías del álbum de la estantería más alta de casa. Por todo ello, no me avergüenza confesar que me encanta el calor.