Opinión | OTAN

De Europa como profeta desarmado

La UE necesita un ejército de verdad, con soldados, cañones, aviones y esas cosas. No me gustan los ejércitos, como tampoco me gusta ir al dentista, pero son necesarios.

El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, en Tallin (Estonia).

El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, en Tallin (Estonia). / DPA/PA Wire/ Leon Neal

En octubre de 2016, siendo conseller de la Generalitat Valenciana, sufrí una caída en Valencia y me rompí un brazo. Durante varias semanas permanecí inmovilizado en casa. Por alguna razón no podía dormir acostado, así que pasaba las noches en un sillón. Una madrugada de noviembre, incómodo, entre sueños inquietos y modorra de analgésicos, escuché la noticia: Trump había ganado las elecciones presidenciales en EEUU. Mi primer pensamiento, inmediato, fue: la UE necesita un ejército. Ahora, más despejado, lo sigo pensando. Pero un ejército de verdad, con soldados, cañones, aviones y esas cosas. Y espías. No me gustan los ejércitos como tampoco me gusta ir al dentista, pero son necesarios.

Decía el otro día un filósofo alemán que lo más valioso del mundo es la decadencia europea. Tiene razón: hay más esperanza en todos nuestros gestos desesperados por seguir agarrados a la Ilustración y sus derivaciones que en cualquier espumeante grito racial, egoísta y machista, dicho por otros europeos o por vecinos cargados de agravios que se remontan al amanecer de los tiempos. Los europeos somos esa gente que ha aprendido, mejor que otra, a vivir con sus contradicciones e, incluso, a aceptar que hay facetas de la convivencia que no pueden prescindir de ciertas dosis de cinismo, por más que lo deseemos. Demasiada historia, demasiados ejemplos, buenos y malos.

Pero no hay nada más allá que pueda ofrecer un mejor balance de derechos, igualdad, templanza ecológica y afición al dialogo. Ya sé que otra afición europea es malbaratar esa carga a base de compararla con utopías alejadas de la realidad, entre otras cosas porque se desean unos fines, pero se renuncia a los medios. Así, lo mejor de Europa, la política democrática, se trasmuta a veces en alguna otra cosa: ética, religión, radicalismo ideológico… y cuando esas posiciones, sean de izquierda o derecha son hegemónicas, es cuando llegan las guerras. De eso también sabemos los europeos.

Defender eso tiene un precio. Y no hay relaciones exteriores sin instrumentos de defensa apropiados. Nos advirtió Maquiavelo, un gran europeo: los profetas desarmados acaban en las hogueras de las bellas plazas medievales. Si no tenemos ejército propio debemos apoyarnos en la OTAN, igual que hasta que la UE se aclaró acerca de su papel en la defensa de los Derechos Humanos, los europeos se apoyaron en el Consejo de Europa y su Tribunal, y ahora usan los dos sistemas.

En su día me opuse a la entrada en la OTAN, hice campaña, fui interventor electoral. Creo que es lo que había que hacer entonces, en otro mapa geoestratégico. Perdimos. La realidad, ahora, es que la OTAN es la única estructura fiable para la defensa colectiva de la UE. Trump estuvo a punto de cargarse la OTAN y me parece que las ultraderechas rampantes prescindirían de ella con alegría: se sienten mejor en un mapa definido por líderes “fuertes”, autoritarios, que dirimen sus amistades a gritos antes que en organizaciones que rebasan las soberanías nacionales y que deben sujetarse a reglas estables.

Y ahora estamos en guerra. No lo digo, solo, como parte de un ejercicio vano de solidaridad con el pueblo de Ucrania. Lo digo porque, aunque estas cosas no preocupen mucho a los españoles y a sus dirigentes, el sistema de relaciones ha cambiado. Los muros se han desplazado del corazón de Europa a las lindes de la riqueza, para vergüenza nuestra y dolor en las manos y en el corazón de los despreciados. Pero el hueco conceptual que eso deja en los bordes de antiguos imperios nos señala un tipo de tensiones internacionales líquidas, que no dependen exclusivamente de relaciones de fuerzas puntuales, sino que abarcan todo el planeta y nos recuerdan que la permeabilidad de alguna frontera es el anuncio de la permeabilidad de la siguiente. Y que hay fronteras invisibles, digitales o mentales. Por eso no podemos criticar el autoritarismo y el militarismo de Rusia o China y confiar en que se difuminarán en un episodio puntual. Para estas formas de entender la política siempre habrá otra pieza que cazar, otro ultraje que saldar.

Esto es algo que estamos descubriendo ahora: que la frase “el ataque a Ucrania es un ataque a la UE, incluyendo España” no es mera publicidad, sino una definición imprecisa, pero suficiente, de este desastre. Por eso decir “no a la guerra”, cómo otras veces, no es bastante. Porque no conozco a nadie que diga “sí a la guerra” aquí; allí sí: Putin, por ejemplo. De tal guisa que nuestra negación es oposición a la invasión para consumo de memes y pegatinas, pero, en la mente de muchos, está preparada para poder usarla contra gobiernos europeos, reverdeciendo las viejas manifestaciones contra la agresión a Irak, por ejemplo. Y son apelaciones hipotéticas, como a una guerra por venir. Pero es que la guerra ha empezado. Y sería plenamente legítimo que Ucrania pidiera ayuda militar ante la agresión. Y me angustia que lo haga: no quiero que vayan soldados españoles allá. Pero es una probabilidad que no hay que negar. Y es mejor que, si van, vayan bien arropados por el apoyo parlamentario y social, y no rodeados de dudas improcedentes. ¿Cuántos días se han solazado algunos con la consigna de la “desescalada” y la presión diplomática, mientras Rusia engrasaba sus carros de combate y anunciaba que retiraba tropas?

Me parece apropiado que se organizara una Conferencia de desmilitarización y compromisos comunes en el Este europeo, pero no puede hacerse mientras un Estado soberano esté invadido. La única apelación racional y legítima al “no a la guerra” debe empezar por ese principio: la retirada inmediata de tropas rusas. Pero, me parece, eso implica movilización paralela de tropas de la OTAN, junto a sanciones económicas que, hoy por hoy, van a servir de poco. De lo contrario, la ética más elaborada y el pacifismo más coherente debería ser aquel que pidiera a Ucrania que se rindiera. Y, luego, por ejemplo, a los países bálticos. Solo me queda rogar a algunos que mientras lamentan que Putin sea un cascarrabias y esperan a ver cómo se consuma la burla a la UE, encuentren un rato para leer cómo las potencias democráticas abandonaron a la II República Española y a Checoslovaquia ante la invasión nazi. Claro, que es posible que algún amigo opine que la guerra contra el nazismo y sus aliados fue injusta.