Opinión | COP26

Jugárselo al verde

La apuesta de la UE por la transición ecológica es la correcta y su visión de largo plazo es indispensable ante la magnitud del cambio. Sin embargo, será el corto plazo el que marque su futuro

Un hombre pasa delante de la cartelería expuesta en la COP26 en Glasgow.

Un hombre pasa delante de la cartelería expuesta en la COP26 en Glasgow. / Reuters

La Unión Europea lo ha apostado todo a la transición ecológica. Es una apuesta que va mucho más allá de la tarea titánica de sustituir las energías fósiles por las renovables. Es un cambio de modelo económico que transformará la industria y el modo de vida –desde el mercado de trabajo hasta la alimentación–, fortalecerá nuestra democracia y dotará a la UE de un poder nuevo en el mundo. Todo ello si la apuesta sale bien. Pero ¿acaso hay otro horizonte de futuro al que jugárselo todo? No para la Unión.

Cuando ya casi no queda nada del mundo que dio lugar al proyecto europeo, amortizados sus enormes éxitos y en medio de un cuestionamiento interno de la naturaleza política y democrática de la UE, el Pacto Verde Europeo viene a rescatar el impulso originario: la confianza en la cooperación para solucionar problemas colectivos demasiado grandes. Hoy ese problema no es otro que el clima, o dicho de otra forma, la necesidad de dejar atrás una economía que está haciendo reventar las costuras sociales, políticas y medioambientales del planeta.

Como estrategia de crecimiento, los objetivos del Pacto Verde Europeo son alcanzar la neutralidad climática en 2050, lograr un crecimiento económico no vinculado al uso de recursos (sostenibilidad) y no dejar a nadie atrás (atajar la desigualdad). Dado el carácter transformador de sus políticas y la envergadura de su financiación (más de un billón de euros en esta década), las consecuencias del pacto se desbordan en la política exterior de la UE.

En primer lugar porque el objetivo de cero emisiones está vinculado a la seguridad energética de la Unión y afectará a la relación con muchos socios, fundamentalmente con Rusia, de donde procede cerca del 25% del petróleo y el 40% del gas que consume la UE. Reducir emisiones a la vez que disminuye la dependencia energética de Moscú es un escenario prometedor para la Unión, pero no será fácil ni rápido.

La apuesta verde es acertada hacia dentro y hacia fuera

En segundo lugar, el pacto busca también el liderazgo climático multilateral de la UE, atrayendo a regiones y países a sus compromisos de reducción de emisiones, a las regulaciones medioambientales y a mecanismos como el ajuste de carbono en frontera.

La apuesta verde es acertada hacia dentro y hacia fuera. Su visión de largo plazo es, además, indispensable ante la magnitud del cambio. Sin embargo, será el corto plazo el que marque su futuro. Un invierno demasiado frío y varias facturas de la luz pueden erosionar –ya lo están haciendo– la confianza de una ciudadanía que sigue mayoritariamente concienciada de que continuar emitiendo CO2 y otros gases no llevará a ningún lado.

Solo el apoyo de los ciudadanos legitimará el liderazgo climático de la UE y permitirá la transformación que promete el Pacto Verde Europeo. El Comisario Frans Timmermans ha comprendido el riesgo: “no podemos permitirnos que la sociedad se oponga a la agenda climática”. Su advertencia es más contundente respecto a los mensajes que se transmiten sobre una transición ecológica que “va a ser jodidamente dura, y nadie debe hacerse ilusiones de que vaya a ser fácil”.

En un artículo de 2019, el filósofo y ensayista John Gray interpeló a los partidos verdes de Europa para que abandonaran el “pensamiento mágico” y “dejaran de ignorar y escapar de la realidad, en lugar de comprenderla y adaptarse a ella”. Gray anticipaba que la agenda del clima tenía el potencial de derivar en una “agitación global” aprovechada por los populistas. El primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, ha dado el primer paso al afirmar que la crisis actual de los precios de la energía era “culpa de la política climática de la UE”.

Hoy mismo en Glasgow vemos lo problemático de unos objetivos climáticos a largo plazo, acompañados de ambiguos acuerdos, y el contraste con la imparable subida del precio de la energía y sus consecuencias inmediatas en la economía. Sí, los europeos están concienciados con el cambio climático, pero la pobreza energética sigue siendo una realidad en la UE: según una encuesta de 2019 de la Comisión Europea, alrededor de 34 millones de europeos no pueden mantener sus hogares adecuadamente calientes.

A la necesidad de compatibilizar los objetivos a largo plazo con las necesidades inmediatas se une la dificultad de explicar cuestiones técnicas, como la determinación del precio de la electricidad, el funcionamiento del mercado del gas o el impacto de la transición ecológica. Estamos a mitad de camino en esta transición y, como señala Tim Gore, del Instituto de Política Ambiental Europea, los ciudadanos tienen que saber que “hemos eliminado parte del carbón del sistema, todavía tenemos demasiado gas, las energías renovables están entrando en funcionamiento, pero aún no lo suficiente para amortiguar la demanda”. A todo ello se suman nuestros compromisos de recortes de emisiones y los precios del carbono, responsables de aproximadamente un 20% del aumento del precio de la energía. 

La UE necesita la confianza de los ciudadanos y para ello debe proporcionar información transparente y ejercer un liderazgo honesto. La situación actual es un claro llamamiento a la política, a corto y a largo. A la política capaz de responder con la inmediatez que hemos visto durante la pandemia; y a la política que mira a la próxima década y que debe acelerar la transición ecológica. La ciencia sabe qué hay que hacer, contamos con la tecnología disponible, tenemos el dinero y, por ahora, el apoyo mayoritario de los ciudadanos. Falta la política.