Opinión | ALTA FIDELIDAD

La cometa de May Sarton

Los diarios de la escritora estadounidense son el testimonio de la lucha de una mujer por escucharse, por dejarse ser y disfrutar de la soledad

La escitora estadounidense May Sarton

La escitora estadounidense May Sarton / EPE

El mismo día que se abrió la primera corona amarilla de los narcisos que planté en diciembre, llegó a mi mesa un nuevo libro de May Sarton. La escritora estadounidense de origen belga se hizo famosa por sus poemas, novelas y diarios que cuidadosamente está editando en nuestro país la editorial Gallo Nero desde que en 2020 publicó Anhelo de raíces, las memorias sobre cómo Sarton reforma en un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra una antigua casa de campo y su jardín.

La escritora habla con muchísima belleza y sencillez del cuidado con el que escribe poesías o planta narcisos que después se obliga a colocar en su mesa a la hora de la cena a solas. La soledad es una constante en todos sus diarios. Ahora nos llega una nueva entrega de ellos, Diario a los setenta, que comienza el 3 de mayo de 1982 y finaliza el 2 de mayo de 1983. Sarton murió doce años después, pero entre tanto siguió escribiendo o grabando sus diarios primero en una casete, como este que hoy nos ocupa, incluso se publicó póstumamente el libro que le dedicó a su viaje hacia los 80 años.

La mañana de los setenta años de Sarton amaneció en calma y sin viento, el mar era azul pálido y, aunque los campos todavía se veían de color tierra parda, por fin empezaron a asomar los primeros narcisos. Así empieza el diario la escritora, contándonos cómo han despertado algunos pájaros y cómo ha vestido la mesa en blanco y azul “con un ramillete de narcisos diminutos, borraja azul y dos ajedrezadas tan hermosas que da gloria verlas”.

Libros y flores

Leer a Sarton es entrar en paz, en un bello jardín donde se mezclan libros y flores, sombras y luces y donde suena de vez en cuando, lejano, un coro de voces. En sus libros menciona, por ejemplo, la Misa de Ralph Vaughan Williams cuando le sobreviene el desasosiego y escribe que hay días en los que solo es posible la música religiosa, “a la luz de las cosas eternas, se desvanecen las frustraciones y trivialidades diarias. Solo hay que llegar al centro del rayo de luz”. Otra mañana, en diciembre, tras varios días fuera de casa, la tristeza asalta a la escritora, la depresión dice ella misma, y solo observar el mar en calma, ajeno al dolor humano, la tranquiliza. Regresa a casa y pone en el tocadiscos a Janet Baker cantando Poème de l’amour et de la mer de Ernest Chausson.

Sarton dice que nota cómo el amor viene a ella atravesando las nubes, “exactamente igual que el sol, y con la misma absoluta certeza de la luz ofrecida”. Me dejo llevar por la espiritualidad de Sarton a través de sus paseos con sus gatos, sus reuniones con esos amigos a los que adora tanto como la agotan, se promete siempre renunciar más a ellas, centrarse en sus poemas, en sí misma.

Los diarios de Sarton, a cualquiera de sus edades, son el testimonio de la lucha de una mujer por escucharse, por dejarse ser y disfrutar de la soledad. Sin embargo, en este Diario a los setenta escribe: “Siento la ausencia de una persona que sea el centro de mi vida. Una cometa solo puede volar cuando una mano firme agarra la cuerda y la suelta al viento. Hoy soy como una cometa enredada en un árbol, y nadie me desenreda para que pueda echar a volar. ¡Esperemos que el jardín lo consiga”. Yo creo que sí, porque al día siguiente encarga unas semillas y escribe: “estoy embriagada de esperanza”.