Opinión | Dame una noche

Dale cajón

Mientras un autor escribe su libro, está tan inmerso en él que, al acabarlo, carece de perspectiva para juzgarlo

El escritor Mario Levrero

El escritor Mario Levrero / EPE

Cuando completé el primer borrador de mi tercera novela, Fin de poema, lo imprimí y lo guardé durante meses en la nevera, en el cajón de las verduras, en la parte inferior. A veces venía un amigo a casa, y al abrirla para coger algo de beber, le llamaba la atención la inesperada aparición del manuscrito, que, dentro de un frigorífico, se vuelve una presencia inquietante. Entonces le explicaba que, con el frío, las erratas, las repeticiones, los fragmentos innecesarios, quedaban más claramente a la vista, de manera que, cuando llegase la hora de corregir, sería más sencillo detectarlos y descartarlos. Casi siempre me miraban con cara de "Menuda gilipollez".

La historia de un libro a menudo se cruza con un cajón. No es malo que los libros, antes de ser publicados, cajoneen. El cajón es sabio, sostenía Mario Levrero. Gracias al cajón, al simple reposo, al olvido temporal, los manuscritos mejoran automáticamente. Pero, ¿en serio un cajón?, ¿a qué viene el cajón?, ¿de qué cajón estamos hablando? Un cajón, en términos literarios, es menos un espacio que un período de tiempo, el que dejamos que transcurra entre que acabamos el primer borrador y un día escribimos la versión definitiva, que enviaremos a la editorial. Durante el período del cajón, el libro no se toca, el escritor se olvida de que existe. Y, entretanto, pasan cosas sin que haya que mover un dedo.

Durante el tiempo que un autor escribe su libro está tan absolutamente inmerso en él, pegado a él, diluido quizás en él, que al acabarlo carece de la perspectiva necesaria para leerlo, juzgarlo, corregirlo. El cajón ayuda a crear la distancia. Aleja al escritor del manuscrito. Es una tentativa de hacer de lo conocido algo extraño. Milagros el cajón no hace, claro. Difícilmente conseguirá distanciar al autor tanto del texto que logre juzgarlo con una aséptica objetividad, sin perturbadores apasionamientos, como si lo hubiese escrito otro.

DISTANCIA

Pero cuando el cajón se cierra con el libro dentro, obliga al escritor a separarse de él, a hacer y pensar en otras cosas, y, con el tiempo, a olvidar según qué partes. Pasa de que el libro sea prácticamente el propietario de su mente, a que no ocupe uno solo de sus pensamientos. Y eso es buenísimo para el borrador. En cierto sentido, el cajón trabaja en el libro por ti. Hace algo que tú no sabrías hacer.

Cuánto tiempo debe estar un manuscrito en un cajón, depende. Días, semanas, meses. En marzo de 1977, Enrique Estrázulas entrevistó a Mario Levrero, con fama de desechar muchos de sus escritos, y el escritor uruguayo le confesó que "a veces mis trabajos quedan durante años estacionados en mis cajones". Cuando uno de sus textos no alcanzaba la calidad que esperaba, decía que le había faltado cajón. Su novela La ciudad, que escribió en diez días, tuvo a continuación tres años de correcciones. "Esa novela sí que tuvo cajón", le confesó al entrevistador. "La logré olvidar casi totalmente, y un día causal la retomé".

Conviene dejar que transcurra el tiempo hasta que el texto se vea como es. "Si uno está todavía bajo la sugestión de la creatividad, no ve el texto como es, sino como lo tiene en la mente, y le suele parecer perfecto. Se trata de ver el texto como quien mira una fotografía de sí mismo, que siempre impresiona peor que mirarse al espejo, porque en el espejo uno crea su imagen; en la foto, no", afirmaba Levrero.

Cuando pasan los días, las semanas o los meses, y el escritor abre el cajón y rescata el manuscrito, es más capaz de identificar qué produce un efecto y qué no, qué tiene fuerza, qué merece más profundidad, qué está por estar y por tanto debe desparecer, o qué mantiene su emoción. Es sorprendente cómo cuando un escritor no hace nada, y se limita no escribir y a no pensar en lo que escribió, casi todo mejora.