LIBROS

Somos un cuerpo herido

Revolviendo en la maleza literaria de siglos pasados, hallamos autoras que lograron correr dentro del miriñaque

La escritora Jane Austen.

La escritora Jane Austen.

Mariana Sández

"No nos abandonemos unas a otras, somos un cuerpo herido", dice entre dolida e indignada la narradora de La abadía de Northanger, de Jane Austen, frase que hoy cobra temperaturas volcánicas. "Si las protagonistas de las novelas nos damos la espalda, ¿quién se preocupará por nosotras?", continúa en un pasaje memorable de esa novela que tiene como motor dos defensas: la del género femenino y la del género novela, despreciados entonces. Tempranos gérmenes de sororidad.

Si no fuera por la inclinación a revolver y rebuscar que tenemos los lectores –lo que nos sitúa entre el cirujano y el explorador, los dos buscan lo nuevo en lo viejo–, a menudo nos perderíamos obrúsculos, libros que vale tanto la pena conocer pero que han visto pasar su hora.

Y fue por puro andar hurgando en librerías de viejo que di con un ensayo sumamente interesante años atrás: Hijas escritoras (Noguer, 1989), de Maggie Lane, que le hace honor a la frase de Austen. Se ocupa de las vidas y obras de ocho escritoras de entre 1778 y 1927: las inglesas Fanny Burney, María Edgeworth, Elizabeth Barret Browning, Charlotte Brontë, George Eliot, Beatrix Potter y Virginia Woolf; y la norteamericana Emily Dickinson. En el prefacio, la autora explica por qué quedan excluidas otras como Mary Wollstonecraft, Mary Shelley, Jane Austen, Elizabeth Gaskell, Louisa Alcott y Rebeca West. Como cualquier recorte es aceptable, aunque no queda del todo claro el criterio.

Lo atractivo está en el enfoque, entre la biografía, la literatura y el psicoanálisis. El eje aborda la relación de las ocho escritoras con sus padres, quienes solían comportarse según la idea de John Milton: como el equivalente de Dios en su entorno femenino. En segundo plano se menciona el vínculo con las madres, más bien ausentes, anuladas o muertas en partos. Notable es la comparación con los hermanos hombres que, con todo a favor, solían terminar arruinados, incapaces de convertirse en genios literarios, lo que se esperaba de ellos y que al final ocurría con sus hermanas.

Salvo Jane Austen, que tuvo un entorno familiar y un padre muy respetuosos, el resto de ellas se hicieron escritoras pese a las tajantes restricciones. Entre el sometimiento, la pleitesía y el idilio hacia sus padres dominantes, escribieron a escondidas y luego publicaron –al principio– de forma anónima o con seudónimo masculino. Algunas como Virginia Woolf y George Eliot solo tras la muerte del padre pudieron dar lugar a su carrera.

Sobresalen dos datos interesantes. Más allá de lo traumático de las crianzas, si esas hijas lograron imponer sus necesidades, en parte fue porque heredaron la ambición y cierto gusto por las artes de sus padres. Además, en el centro de esos lazos tortuosos, hubo amor, pues sin ese sentimiento tal vez no habrían sentido confianza para crear, hacer trascender sus obras y sus nombres, incluso generar dinero.

Esto último coincide con la teoría que subyace en el último libro de Rosa Montero, El peligro de estar cuerda (Seix Barral, 2022), título tomado de un verso de Emily Dickinson. En él explica que, pese a lo hostiles que puedan ser los años de formación, sin una base inicial de afecto es imposible crear.

'Hijas escritoras'

Autora: Maggie Lane

Editorial: Noguer

335 páginas. 13 euros (segunda mano)