Opinión | POLÍTICA EXTERIOR

Vivir como la mayoría del mundo

Las guerras del siglo XXI son menos letales que las del XX, aunque esto no significa que estemos en tiempos de paz

Soldados ucranianos celebran el Día de la Victoria en Kiev

Soldados ucranianos celebran el Día de la Victoria en Kiev / EFE/EPA/SERGEY DOLZHENKO

Inestabilidad política, incertidumbre económica, inflación, desigualdad, violencia, agitación social, amenazas, militarización… Son muchas las señales que parecen indicar un próximo descarrilamiento global hacia no sabemos dónde, pero sin duda será un lugar peor para los individuos y mejor para los hombres fuertes.

Las democracias liberales –la Unión Europea, sobre todo– observan aterradas un terreno baldío para su elemento medular, la cooperación, y tan propicio para la intimidación y los golpes de mano. Así es, sin embargo, la realidad en la que vive la mayoría de países y habitantes del mundo. Y además ha sido así la mayor parte de la historia. De modo que lo nuevo es que ahora también nosotros vivamos con esos fenómenos. No suceden todos a la vez ni con la misma intensidad, pero tememos que lo peor esté por llegar e intuimos que ya no hay manera de volver al mundo de ayer.

De la realidad poco confortable en la que vive buena parte de la humanidad da cuenta regularmente Crisis Group, una organización independiente creada en 1995 con el objetivo de prevenir las guerras y resolver los conflictos. Cada comienzo de año publica un informe imprescindible para conocer el grado de conflictividad en el mundo.

En su edición “10 conflictos para vigilar en 2022”, los expertos de Crisis Group repartidos por todos los continentes sitúan los siguientes puntos calientes en este orden: Ucrania, Etiopía, Afganistán, Estados Unidos y China, Irán y su programa nuclear, Yemen, Israel-Palestina, Haití, Myanmar y la amenaza del islamismo militante en África.

En algunos de estos escenarios lo que sucede, hay que recordarlo, son guerras de verdad; con frentes de combate, muertos, miedo físico, hambre, enfermedad y personas desplazadas de sus hogares. El resultado puede darse en cifras: 81.447 personas muertas en conflictos armados en 2020 y más de 82,4 millones de desplazados, el número más alto de la historia.

No obstante, la guerra tradicional (“lucha armada entre dos o más naciones o entre bandos de una misma nación”, en la segunda acepción de “guerra” que da la Real Academia de la Lengua) está en retirada. Según Crisis Group, el número de muertos en combate en todo el mundo ha disminuido desde 2014, sobre todo debido a la menor belicosidad de los últimos dos años de la guerra en Siria, que lleva 250.000 muertos desde 2011.

Aunque Vladímir Putin esté elevando la amenaza en Ucrania a niveles inquietantes, con el despliegue de unos 100.000 soldados en la frontera oriental y el marcaje de líneas rojas a la OTAN y a la UE, ahora los Estados rara vez llegan a un conflicto armado entre sí. El número de grandes guerras ha descendido, aunque hay más conflictos locales que nunca, pero tienden a ser de menor intensidad. Afortunadamente, las guerras del siglo XXI son menos letales que las del XX.

Esto no significa que estemos en tiempos de paz. La primera acepción de “guerra” según la RAE es “desavenencia y rompimiento de la paz entre dos o más potencias”, y este es precisamente en el contexto actual. Libramos varias guerras “de nueva generación” desde no sabemos cuándo. ¿Empezó el 11-S, con la guerra de Irak o con la de Afganistán? ¿El detonante fue la crisis financiera, la anexión de Crimea o las llegadas de inmigrantes a EEUU y Europa? ¿Tuvo algo que ver la construcción de islas artificiales en el mar de China Meridional y el despliegue de la armada China? ¿O fueron Donald Trump y el covid-19 los que abrieron nuestros ojos a una realidad nada pacífica?

Lo que está pasando en buena parte del mundo es la superposición de varias guerras posmodernas, algunas ya en desarrollo y otras en potencia. Así, tenemos la guerra comercial (abierta por Trump y que Biden aún no ha cerrado), la guerra de divisas (no desplegada todavía en su máxima capacidad destructora de la confianza), la guerra bursátil (como la que libran en la actualidad empresas chinas y estadounidenses en sus respectivas bolsas), la guerra tecnológica (distinta a la ciberguerra pero de igual o mayor intensidad), la guerra híbrida (que utiliza la inmigración o la desinformación) y la guerra por la salud y las vacunas (junto con la del relato de la pandemia).

Como siempre, a todas ellas les acompaña la guerra cultural, por los valores, la historia y la ideología. Puede parecer exagerado, incluso frívolo, denominar guerra a estos fenómenos, pero no deberíamos esperar a que estalle un enfrentamiento como los de pasado para hacer sonar las alarmas. 

La conflictividad ha llegado para quedarse. Una de sus causas es que el poder está hoy fragmentado en dimensiones más complejas que las tradicionales económica, política y militar. Otra causa es que difícilmente podremos desmontar la interdependencia creada por la globalización sin dañarnos a nosotros mismos. Aunque algunos quieran hacernos creer que es una mala noticia, tenemos la suerte de seguir estando muy integrados en un único sistema, y con mucha probabilidad esa integración ha impedido que estalle, de momento, un gran conflicto armado.

Mientras buscamos la manera de alcanzar un nuevo equilibrio global, debemos acostumbrarnos a vivir con inestabilidad e incertidumbre. A vivir como la mayoría del mundo.