Opinión | TRIBUNA

Una reflexión conjunta

Pedro Sánchez no puede dimitir. No es él, en tanto persona, el perseguido. Es él, como presidente de un Gobierno democrático, lo que se ataca

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez / JOSÉ LUIS ROCA

Unos de los placeres de venir a Chile es descansar unos días de los intensos asuntos de España. La realidad chilena es compleja, como en todos sitios, pero comparada con Argentina o Méjico, Ecuador o Perú, es un mar sereno, aunque como decía Goethe, las aguas profundas vayan agitadas. Sin embargo, por lo general, las formas chilenas son educadas y no tienen nada que ver con las broncas y envilecidas de España. Boric, que gobierna apoyado por el Frente Amplio, ha sabido proyectar esas formas amables sobre su gobernación. Poco a poco, su actitud viene desmontando las exageraciones sobre las que se basa la ultraderecha.

Si uno abstrae de ese mar de fondo, la realidad chilena conoce ahora una de esas fases de tranquilidad. Las grandes figuras de la Concertación, como el Presidente Lagos, comienzan a reconocerse como referencias de progreso, y Boric mismo puede situarse en la línea de los presidentes patrióticos como Balmaseda. Por supuesto, no faltan los motivos de tristeza. Llegar a Viña del Mar encoge el corazón, a pesar de que este año fue más lluvioso y los espinos brillan con intenso verdor. Las palmas que emergen solitarias entre los barrancos siempre me parecieron los restos de un ejército derrotado en desbandada. Ahora, sobre las cenizas de un paisaje calcinado por los fuegos criminales del último verano, las palmeras achicharradas luchan por sacar a la luz los primeros tallos desde su corazón herido.

Cuando miré la última foto de Pedro Sánchez en el Congreso, su rostro desencajado, imaginé que era una de esas palmeras machacadas por el fuego que luchan por perderse entre los barrancos. Las llamas que él tiene que soportar no son menores, ni menos criminales, que estos fuegos que hicieron de los cerros de Viña un paisaje lunar, un desierto sin grandeza. Este es un buen símbolo de lo que dejan tras de sí ciertas formas de entender la política, que se han extendido desde que las oficinas más siniestras del mundo dieron la orden de no conceder a la democracia la mínima oportunidad de defender los intereses de las ciudadanías. Esa orden es obedecida en cada sitio por esbirros sanguinarios, según las costumbres y tradiciones patrias.

Pedro Sánchez, en el Congreso.

Pedro Sánchez / EFE

Las nuestras han rehabilitado las maneras más broncas y despiadadas de hacer política. Su divisa es: por ahora, todo excepto el golpe de Estado abierto. Los días que está viviendo la democracia española solo tienen un parangón: la presión que se ejerció sobre Adolfo Suárez cuando la derecha decidió que era demasiado progresista. No se ahorró nada, ni personal ni familiar. Hoy, la presión es la misma, pero sin Tejero. Esperemos que no sea solo por el momento. Es como si alguien hubiera decretado que se han pasado las líneas rojas de lo aceptable y hubiera ordenado utilizar toda la artillería legal disponible. Que cada uno haga lo que pueda, dijo aquel. Y así un periódico se convierte en sicofante. Un sindicato mafioso redacta una denuncia. Un juez, prorrogado por un CGPJ ilegítimo, acepta la causa. Es la forma raída, miserable, despiadada e hispana de hacer la guerra. Sin limpieza, sin honor, sin ideas, sin grandeza, sin altura, sin alma. A navajazos.

Lo más interesante de los cinco días de reflexión de Sánchez no reside en que reflexione él, sino en que lo haga la ciudadanía. Se dice que otros han sufrido esos ataques desde el mismo dispositivo del poder. Y es verdad. Pero hay un valor simbólico en el caso de Sánchez que no tenían los otros afectados. Cuando el objetivo es destruir a un Presidente de Gobierno, es preciso denunciar que ese dispositivo apunta a la esencia misma de la democracia española; que encierra un poder capaz de destruirla. Pero la democracia no puede ser destruida sin consecuencias. Es la convivencia pacífica entre los españoles lo que este dispositivo pone en peligro. Es hora de saberlo.

Pedro Sánchez no puede dimitir. No es él, en tanto persona, el perseguido. Es él, como presidente de un Gobierno democrático, lo que se ataca. Su sustituto será sometido al mismo proceso, solo que será indiscutiblemente más débil. Caerá antes. El procedimiento que se ha puesto en marcha no tiene límites. Cualquiera podría ser víctima de él. Bastaría con publicar una mentira, que un mafioso ponga una denuncia y que un juez a punto de jubilarse, con vínculos partidistas y amigo de una oscura sala, la acepte, consciente de que un CGPJ ilegítimo la eleve a impune. Sobre esas coartadas de la impunidad/inmunidad tenemos que reflexionar durante estos cinco días.

No es cuestión de decirle a Sánchez que esto se sabía. No es cuestión de recordar que en España, para ser político, tienes que ser como esas palmeras milagrosas que recubren su corazón verde con la dura coraza encimada que repele el fuego. No es cuestión de recordar que en España ser político implica abrir el pecho para el ánimo despiadado de ese corazón de piedra que forja un odio milenario. No es cuestión de eso. Es cuestión de reflexionar, porque la democracia española no puede seguir así. Sánchez no puede el lunes dimitir, ni transferir los poderes, ni llevarnos a elecciones. Tiene que brindarnos el fruto de su reflexión, que solo puede ser convergente con la de una ciudadanía madura: así no se puede seguir. Y que por eso el Gobierno y el Legislativo legítimos tienen medios para evitarlo. Plantear esos medios contra la impunidad de sicofantes, mafiosos y prevaricadores, eso es lo que debemos escuchar el lunes.