Opinión | FAMILIA

Mi gran sorpresa de Sant Jordi

Él también me despertaba esa curiosidad de narrador infantil, que luego iba completando en la adolescencia y hasta la madurez. Y que cristaliza en mi última novela, 'Orquesta'

Miqui Otero durante la firma de libros en el día de Sant Jordi 2024

Miqui Otero durante la firma de libros en el día de Sant Jordi 2024 / EUROPA PRESS / Quique Rincón

Solo sospecho que hay algún tipo de divinidad, o inteligencia superior, articulando el cosmos y guionizando las vidas de esos pequeños ácaros sin sentido (los humanos) cuando llega Sant Jordi.

¿Cómo, si no, se puede explicar que llueva o amenace tormenta justo ese día en una ciudad donde en los últimos tiempos solo llueve una vez al año? Eso pensaba la noche del 22 entrando en casa como un soldado en una playa de Normandía: empapado y cansado antes de empezar. Pero, en realidad, al día siguiente se daría una alineación de astros superior que confirmaría el primer párrafo. Llevo toda la promoción de Orquesta, mi última novela, hablando de cómo la intriga por las vidas de la parte de mi familia que emigró hace casi un siglo a América, y que en muchos casos no regresó, fue mi primer impulso como escritor cuando aún no sabía ni leer.

Por un lado, las historias de los que se fueron: muchas reales, otras adornadas, alguna inventada. Aquel que se jugó dos vacas en una timba y, por miedo a regresar a casa, arrancó a andar hacia A Coruña, se coló de polizón en la bodega de un barco y partió hacia La Habana (eso pensaba él), pero apareció en Nueva York: a la llegada a Ellis Island, donde inspeccionaban a los inmigrantes para saber si tenían tracoma o cualquier otra enfermedad, intentó decir que él estaba sano como un carballo (pensaba que allí también se hablaba gallego). O ese otro que sí llegó a la capital cubana, se empleó como sastre en la Sastrería Sol y era tan bueno cortando tela que: a) acabó haciéndole trajes a Sinatra y a mafiosos, b) cortó con la familia que había dejado en su tierra. Por el otro, los que volvieron: ese que lo hizo hablando un gallego con acento italiano, porque se sospechaba que había acabado trabajando en las atarazanas a las órdenes de Lucky Luciano. O ese otro que volvió con demencia y que paseaba por el prado de la aldea con un terno blanco como si lo hiciera por las ciudades caribeñas y llamaba al servicio (solo contestaban las gallinas) porque creía que seguía hospedado en un hotelazo. Todos esos que volvían con anécdotas inventadas o falsos relojes de oro y que maquillaban sus miserias con la ficción, con la literatura oral, me parecían fascinantes.

Luego estaban, y eso recoge la novela, los esquejes que se quedaron allí. Y que de repente llamaban por teléfono décadas después o que venían de visita: era curioso, de niño, adivinar algún gesto o rasgo parecido envuelto en palabras con un acento de cadencia tan distinta.

Bien, pues precisamente en este Sant Jordi, cuando andaba firmando ejemplares que incluían algunas de estas historias, apareció en la cola de la caseta de La Central alguien sonriendo. “Soy Gabriela, de la familia argentina”, me dijo. Era la primera vez que la veía. Y sí, era la nieta del Tío Domingo, atildadísimo familiar que yo había conocido de niño: olía muy bien y sonreía bajo un bigotito recortado. Él también me despertaba esa curiosidad de narrador infantil, que luego iba completando en la adolescencia y hasta la madurez. Y que cristaliza en Orquestadonde hasta la música (otra fascinación infantil: que sonaran tantas luminosas músicas caribeñas en aldeas gallegas nubladas; mandaban los discos en los trasatlánticos los que se habían ido, claro) sabe estas historias. Gabriela, además de encantadora, me dio un libro. Y esto ya es aún más coincidencia: por lo visto, su hermano no solo es escritor, sino que anda presentando su último libro (Con el corazón al solpor allá. Quiero pensar que a él le pasaba lo mismo con sus familiares del otro lado.