Opinión | ANÁLISIS

Condenar a Puigdemont y votar a Trump

Los simpatizantes del expresidente estadounidense, acusado de golpismo en su país, odian a muerte al político catalán, acusado de golpismo en España

El expresidente catalán Carles Puigdemont

El expresidente catalán Carles Puigdemont / EFE / David Borrat

Cabe consignar de inmediato que no todos los españoles que odian a Puigdemont simpatizan con Trump. Sin embargo, puede asegurarse sin demasiado estrépito que todos los entusiastas transpirenaicos del expresidente estadounidense abominan del expresidente catalán. Se da la circunstancia de que ambos gobernantes han sido formalmente acusados de golpismo en sus países respectivos, y cuesta sentenciar que los jueces americanos son más frívolos que los españoles a la hora de sustanciar una imputación de tal gravedad.

El párrafo anterior contiene un error a efectos retóricos. Aunque la derecha no se refiere jamás a los independentistas catalanes sin adjuntarles la etiqueta de golpistas, el Tribunal Supremo nada menos rechazó esta imputación grandilocuente, y rebajó la "ensoñación" de la secesión a una vulgar sedición, a la altura del plantón de los controladores aéreos que en 2010 se sintieron masivamente enfermos y dejaron a cientos de miles de pasajeros en tierra.

Por tanto, Trump es más golpista en Estados Unidos que Puigdemont en España, en cuanto sigue vigente el procesamiento del primero por subvertir las instituciones del Estado. Visualmente, el asalto al Capitolio de Washington el día de Reyes de 2021 supera en gravedad a cualquier algarada registrada en Cataluña alrededor de la independencia, pero quienes aplauden al golpista estadounidense mientras denigran al catalán pertenecen a la escuela contraria a Santo Tomás. Necesitan ver para no creer.

Con todos los respetos, ningún espectador contemporáneo somete su juicio penal a los magistrados. Google es más poderoso que los tribunales supremos de España y Estados Unidos, sumados. Asociando las palabras "Puigdemont" con "golpe" o "golpista" en el motor de búsqueda, se obtienen un millón de entradas, por lo que la identificación es irreversible. De nuevo, a los trumpistas españoles se les atragantaría esta calificación para su héroe.

La doctrina del golpismo selectivo sufre una conmoción cuando el historiador Jorge Vilches atestigua en ABC que "Puigdemont es tan golpista como Francisco Franco". Nadie disputaría la equivalencia a un experto, pero esta fraternidad no supone tanto una impugnación al catalanismo como un bofetón a Vox. La ultraderecha moderada ha vuelto a la carga con la negación de la dictadura franquista, por lo que debe sentirse afrentada por el emparejamiento de su ídolo con un personaje satánico.

Confrontar a Puigdemont con su ridícula huida a Bélgica, o dudar de su liderazgo inoxidable en las próximas elecciones catalanas, debería ser más efectivo que erigirlo en la encarnación irrefutable del Mal. En la simetría con Trump, la sublimación trágica de los desmanes del expresidente y candidato a la Casa Blanca ha resultado menos efectiva que haberse concentrado en su dimensión grotesca. Tal vez el golpismo no sea el flanco más adecuado para encarar a gobernantes inusuales hors norme, que se ven favorecidos por un clima de confusión.

Puigdemont, Trump, Sánchez, Macron o Meloni. Cada vez cuesta más encontrar a un político que no soporte el sambenito de la usurpación del poder, pese a los millones de votos que les respaldan y a los exigentes términos de contratación. De hecho, la respuesta de los presuntos golpistas a sus acusadores ni siquiera rebusca en el vocabulario ofensivo, emplea la acusación como bumerán. Ahí está el líder de Junts denunciando "un golpe de Estado permanente", al ser imputado por Tsunami Democràtic para negarle la amnistía. O el magnate americano denunciando que "Estados Unidos es un país tercermundista", debido a las elecciones robadas por Joe Biden. Golpe a golpe, que diría Machado quizás con otra entonación.

Trump y Puigdemont vuelven a ser candidatos. Ahora mismo no encabezan algaradas callejeras, siguen pautadamente los pacíficos protocolos electorales. Su aceptación de la tramitación burguesa de las urnas no es compatible con la aureola golpista. En el caso del pretendiente catalán, se amolda a la Constitución española en el trámite más degradante para sus ínfulas de unas elecciones autonómicas, un torneo de ámbito literalmente provincial.

Ningún Gobierno contemporáneo tiene el consenso de su legitimidad. Basta repasar la población concentrada en India o China, siguiendo por Estados Unidos o Paquistán. La derecha española que inculpa a Puigdemont pero exonera a Trump se limita a cumplir con el segundo la consigna definitiva para mantener a miles de millones de personas sobre el planeta. Hacer de la necesidad, virtud, prescindiendo de maximalismos.