Opinión | ANÁLISIS
Desde Moscú hasta Vladivostok
‘En el Transiberiano’, entre el libro de viajes y el ensayo, reconstruye los entresijos de la vía férrea que moldeó la historia de Rusia
El cadáver de Chéjov regresó a Moscú entre barras de hielo, metido en un vagón-frigorífico con una inscripción que decía "ostras". Tolstói, enfermo de neumonía, falleció en la estación de Astápovo, en una cama que el guardagujas le habilitó en su casa. Su heroína Anna Karénina, despechada de amor, se suicida arrojándose al tren. El zar Nicolás II firma su abdicación dentro del tren imperial. Lenin viaja en un vagón sellado, como el bacilo de la peste, desde Zúrich hasta el entonces Petrogrado para encabezar la revolución bolchevique.
Podríamos seguir ensamblando un raíl detrás de otro, ya que pocos territorios como Rusia mantienen una vinculación tan estrecha y profunda con el ferrocarril, como bien demuestra ‘En el Transiberiano. Una historia personal del tren que forjó un imperio’ (Reino de Cordelia), de Sara Gutiérrez y Eva Orúe. Un libro de lectura refrescante que bebe en varios géneros, el ‘memoir’, la literatura de viajes y el ensayo.
Rabiosamente jóvenes y con ganas
Sara Gutiérrez se especializó en Oftalmología en Járkov (Ucrania) y luego en Microcirugía Ocular en Moscú, donde aterrizó Eva Orúe en 1993, entonces ya una reputada periodista y hoy directora de la Feria del Libro de Madrid. Allí se conocieron. Allí coincidimos las tres, sobre los cascotes aún humeantes de la URSS, en un país sin norte, donde la vertical del Estado se había derrumbado y las mafias campaban a sus anchas. Rabiosamente jóvenes y con ganas.
"Pretendíamos abarcarlo todo, no queríamos perdernos nada de la vida ni de aquel Moscú que corría desesperado tras su sueño occidental alumbrando bancos de dudosa solvencia", escribe Gutiérrez, traductora del ruso y autora también, en la misma editorial, de ‘El último verano de la URSS’. ¿Pudo haberse forjado entonces una Rusia distinta? Quizá. Esperanza, por lo menos, la había, aunque el país se había escapado por los pelos de una guerra civil. El jueves 11 de agosto de 1994, Eva y Sara —se hace raro nombrarlas por el apellido— subieron al tren que había de llevarlas desde Moscú hasta Vladivostok, a orillas del Pacífico, un topónimo que viene del ruso ‘vladet’ (dominar) y ‘vostok’ (oriente). Se disponían a atravesar de punta a cabo Siberia, "esa planicie desmedida, temible, helada e infernal, generosa en materias primas, trituradora de hombres, tierra de taigas y tundras, de ríos caudalosos y lagos abisales".
Una y mil veces la misma inquisitoria
Un periplo de casi 9.400 kilómetros y ocho husos horarios para conocer a fondo el país en el que estaban trabajando y afianzar tal vez una relación de pareja que entonces apenas brotaba. Hicieron parada y fonda en Ekaterimburgo, Irkutsk y Jabárovsk. Navegaron el inmenso lago Baikal y se atrevieron con unos pasteles rellenos de una hierba silvestre llamada cola de caballo, que tantas hambres había apaciguado en aquellas tierras remotas. Durante el camino, tuvieron que sortear una y mil veces la misma inquisitoria —"¿qué hacen ustedes aquí? No tienen permiso"—, pues aunque los extranjeros podían en teoría desplazarse por el país con entera libertad, las mentalidades y los formularios seguían siendo soviéticos.
El relato del viaje, en aquel momento trascendental e irrepetible, se desarrolla en paralelo con los avatares del Transiberiano (y el Transmanchuriano y el Transmongoliano y el ferrocarril Baikal–Amur), una vía férrea sin cuya construcción la historia de Rusia habría sido muy distinta: sirvió para explotar recursos, para rusificar la inmensidad del lejano Oriente, para propagar la revolución y, durante la Segunda Guerra Mundial, para salvar su industria, cuando Stalin decretó trasplantar las fábricas al otro lado de los montes Urales. Aquí y allá, la exposición se entrevera con deliciosas referencias de autores rusos o de viajeros ilustres: Joseph Roth, Josep Pla, Pablo Neruda o Blaise Cendrars.
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