Opinión | UN CARRUSEL VACÍO

"Sinsombrerismo" en el siglo XXI

Los prejuicios estéticos vienen de muchas partes, no solo de un determinado sector social. Y todos contribuimos a fomentarlos, consciente o inconscientemente. Esto ha sucedido en cualquier época

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Ciudadanos / EPC

El otro día, alguien me dijo: "Vistes muy normal; no pareces poeta". Yo le pregunté cómo se supone que visten los poetas y dudó unos instantes. "Sombrero", acabó contestando, "deberías llevar un sombrero".

Existen cantidad de prejuicios asociados a la moda. La gente que está fuera del mundillo literario, por ejemplo, alberga la idea de que aquellos que escribimos versos –no me atrevo a llamarme a mí misma "poeta"– poseemos una estética muy particular. Al consabido sombrero habría que añadirle gafas redondas, largas faldas vaporosas, collares hindúes, chaquetas vintage… En resumen, todos esos elementos que encajarían dentro de "la bohemia". Porque los poetas tienen que mantener una imagen de personas extravagantes, almas heterodoxas, alejadas del mundanal ruido. A qué poeta se le ocurre vestir con ropa de Zara, como a mí. Eso solo puedes hacerlo cuando eres autor de novelas "superventas".

Si nos trasladamos al ámbito docente, allí existe otra larga ristra de prejuicios. Recuerdo que, en mi primer año de trabajo, me espetaron: "Para encajar en el prototipo de profesora de Lengua, te falta un fular". Pues sí: los fulares y las pashminas se asocian a Lengua y Literatura, mientras que la ropa de Decathlon es propia de Matemáticas y Biología, y todos sabemos que las profesoras de Inglés sienten una afinidad especial con la marca Desigual y las faldas hippies. Lo peor de todo es que me doy cuenta de que yo misma caigo en esas consideraciones...

Después está el tema de la estética asociada a la ideología. Si llevas un abrigo de Calvin Klein y te gustan las chaquetas, por ejemplo, habrá ciertas personas que den por hecho que eres, cuando menos, votante del Partido PopularLos náuticos, para los hombres, constituyen una señal inequívoca de "cayetanismo" y, si se me ocurre confesar que a mí me encantan cómo les quedan, varias miradas se clavan cual dardos en mi conciencia: ¿cómo van a gustarme los náuticos? Yo no me meto con el estilo de nadie, pero no concibo que, para ser progresista, tengas que vestir con pantalones anchos o chándales y llevar rastas en el pelo. A lo mejor te gustan las rastas y votar a VOX, ¿por qué no? Los verdaderos "cayetanos" se reirían y te llamarían "perroflauta".

Tuve un colega de treinta y pico que se empeñaba en seguir vistiendo con la misma ropa que cuando tenía quince años. Una estética de esas que llaman "heavy" (pelo largo, ropa siempre negra, camisetas de grupos musicales, odio absoluto hacia cualquier calzado distinto al deportivo…). Recuerdo que se pasaba la vida hablando del rechazo social al que su estilo lo había condenado; pero, al mismo tiempo, se horrorizaba cada vez que me veía con una blusa. "Eres una facha encubierta" o "Menuda pija" eran algunas de las lindezas que me soltaba con frecuencia. ¡Vaya ironía!

Con este ejemplo, trato de demostrar que los prejuicios estéticos vienen de muchas partes, no solo de un determinado sector social. Y todos contribuimos a fomentarlos, consciente o inconscientemente. Esto ha sucedido en cualquier época. En los tiempos en los que Federico García Lorca vivía en la Residencia de Estudiantes de Madrid, el estilo que allí se llevaba entre los estudiantes era el de chaquetas y zapatos ingleses, muy sobrio y depurado. Cuando llegó Salvador Dalí, con su melena larga, como en el siglo XIX, y sus capas y chalinas, enseguida se labró la imagen de extravagante. De hecho, era esa su intención. Pero, hasta que lo empezaron a conocer, entre sus compañeros afloraron las burlas. También por entonces existía la convención de que las mujeres de clase media y alta debían llevar sombrero. Un grupo de mujeres, entre las cuales se encontraban las pintoras Maruja Mallo y Margarita Manso, decidieron ir en contra de esta norma y salir a la calle con la cabeza desnuda. Su decisión causó un gran revuelo, porque no eran de clase baja, precisamente; más bien al contrario.

Ahora, algunos esperan que los poetas también lleven sombrero. Creo que Maruja Mallo se habría reído mucho. Yo tengo unos cuantos sombreros en el armario, y boinas, y gorritos de lana. Resultan ideales para combatir el frío en otoño e invierno, pero me niego a ponérmelos para un recital poético. Hay que practicar el "sinsombrerismo" literario. También poseo fulares que me he puesto solo ocasionalmente, porque no soy muy habilidosa a la hora de anudarlos sin que parezcan los restos de una soga o un pegote sobre mi cuello. Qué fatalidad; ahora comprendo por qué cada vez que llego a un nuevo instituto me confunden con una alumna de Bachillerato, en lugar de constatar que soy profesora de Lengua y Literatura Española. Me falta el fular.