Opinión | PARECE UNA TONTERÍA
Miedo al semáforo
Esos súbitos cambios de color, como si fuesen una noticia bomba, constituyen casi siempre una sorpresa desagradable
Nunca sé, cuando me acerco a un semáforo y de pronto se pone ámbar, si es mejor acelerar medio suicidamente, o frenar y detener el coche. Nunca lo sé y nunca lo sabré. Seguramente nadie lo sabe ni lo sabrá a ciencia cierta. Algunos días la vida siente por mí tanta manía que puede hacerme llegar a cinco semáforos consecutivos en esa tesitura, repentinamente en ámbar, solo para verme vacilar entre la idea de frenar y la de pisar el acelerador. Esta historia vale para cualquiera. El semáforo amarillo es, de hecho, la historia de nuestras vidas. No cuento nada nuevo.
Hace unos meses un amigo se desplazaba por Madrid en su moto cuando, ya cerca de su casa, y pensando en lo hermoso que es regresar al hogar, uno de los semáforos que hay de regreso pasó de verde a amarillo. Esos súbitos cambios de color, como si fuesen una noticia bomba, constituyen casi siempre una sorpresa desagradable. Imposible esperar que algo así suceda y que no te sientas, en el instante que pasa, un pequeño desgraciado cuyo día se convierte, de golpe, en un completo fiasco. Mi amigo frenó y se detuvo. En la existencia tranquila, casi lenta, él encuentra placer. Por eso, cuando viajo de paquete a su lado, es el único momento en el que no experimento pánico a las motos. Siento que solo una hormiga podría trastornar nuestro trayecto.
Apenas detuvo la Vespa y puso un pie en el suelo, advirtió cómo un ruido que se le venía encima. El sonido se convirtió por arte de magia en un Audi que se comió a mi amigo y su moto. Volaron por los aires y a continuación se esparcieron en trozos de distintos trozos por la calzada. Me enteré al poco porque me envió una foto del interior de una ambulancia con el mensaje «Acabo de volver a nacer». Estaba bien. Solo tenía un poco de dolor. Ni siquiera fue al hospital. Le confesé que, antes de recibir su mensaje, yo estaba a punto de enviarle una foto de una carta con un sello de Javier Marías que acaba de recibir, con la frase «A esto es a lo que tenemos que aspirar: a estar un día en un sello». Porque mi amigo también es escritor.
Al final el suicidio fue frenar, no seguir adelante. Es como si no existiese la decisión correcta cuando el semáforo se pone amarillo. Simplemente, aceptas el capricho del destino. Tú solo eres un muñeco en manos del poderoso cambios de colores. Un semáforo es una gran fuerza ficticia, a la que, sin embargo, no hay más remedio que creer. En tu cabeza se vuelve una hegemonía. Te avasalla. Puedes incluso llegar a oír como te susurra «¿Quieres morir?». Recuerdo una madrugada en la que me desperté con un horrible dolor de garganta. Quería cortármela. Me vestí y caminé 20 minutos en busca de una farmacia abierta. Me detuve ante un semáforo en rojo. Eran las 3.43 horas. Tenía prisa y hacía frío. No había coches. Ni gente. Nada. Solo yo y dos carriles por delante antes de alcanzar la acera de enfrente, donde estaba la farmacia de guardia. Le eché una mirada al semáforo que probablemente no iba a olvidar en su vida, pero así y todo, no crucé. La ficción era realísima.
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