Opinión | UN CARRUSEL VACÍO

Modernidades

Quizás en esta época de mi vida aquella profesora de la facultad no me habría parecido tan extremadamente moderna y distante

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Modernidades / LP

Cuando estudiaba Periodismo, tuve una profesora que era muy moderna. Sé que debo especificar este calificativo. Quizá sería más preciso indicar que me hacía sentirme muy antigua. Cuarenta y pico, semblante rígido, atuendo galáctico, extrañas botas de plataforma. Resultaba fácil imaginarla comunicándose con HAL 9000, el malvado robot de 2001: una odisea en el espacio. El pelo corto, los labios encendidos de carmín rojo. Llegaba a clase y nos espetaba, con un timbre que me parecía poco amable, que estábamos todos "alienados". Y daba varias zancadas con sus botas de plataforma y una expresión imperturbable, sin explicarnos jamás las razones de nuestra supuesta alienación. Creo que nunca la vi reírse.

Nos impartía una asignatura relacionada con la comunicación. Era una persona extremadamente culta, pero sus referencias culturales se encontraban a años luz de las mías; por eso, cuando cogía apuntes en su clase, tenía la impresión de haberme mudado a otra galaxia. De todas aquellas alusiones, recuerdo en concreto dos, las más sobresalientes y constantes: Walter Benjamin y Aki Kaurismaki. Nos hablaba de la Escuela de Frankfurt y creo que de ahí extraía su teoría de la alienación. Nos hizo leer un libro de McLuhan llamado El medio es el mensaje y a mí todo aquello me parecía excesivamente gélido.

De vez en cuando nos ponía grabaciones de conciertos en directo de los Leningrad Cowboys, que eran una banda finlandesa inventada por el mismísimo Kaurismaki. Llevaban gafas de sol, inmensos tupés y ridículas botas de larguísimas puntas. En el escenario, cantaban junto al Coro del Ejército Rojo. Creo que a mi profesora le hacían muchísima gracia, aunque jamás la viera reírse. Yo no entendía ese tipo de humor.

Aquel curso, tenía una compañera tan moderna, o incluso más, que la profesora. Me llevaba bien con ella, pero nunca conectamos del todo. Se reía muchísimo con los Leningrad Cowboys y me espetaba, con blanda condescendencia –como si estuviera hablando con una persona del siglo XIX–, que el universo en el que yo me movía era rancio y caduco. Por aquel entonces, yo tenía dieciocho años y leía mucho a los poetas malditos franceses, empezando por Verlaine, y me sentía muy poco intelectual por no entender el humor de Kaurismaki. Ella despreciaba todo lo español, en general, salvo las obras más underground. Yo, que lo más underground por lo que he podido sentirme fascinada es la banda liderada por Lou Reed en los sesenta, nunca terminé de comprenderla. Yo me quedaba en mis pasodobles y mis boleros, en mis otoños cuajados de melancolía (les sanglots longs del violons de l’automne…) y en los versos de la Generación del 27.

He vuelto a recordar todo esto porque el otro día vi en el cine la última película dirigida por Aki Kaurismaki: Fallen Leaves. Acudí con un cierto escepticismo, mezclado con curiosidad. Ante mis ojos se fue desarrollando una historia de amor entre dos personajes grises, aparentemente inexpresivos, a los que no recuerdo haber visto sonreír en ningún momento de la película –si lo hicieron, no fue nada relevante, desde luego–. Y sin embargo, un cierto tipo de sensibilidad indefinible envolvía la obra. Había lirismo; me reí en varias ocasiones. Era un retrato de soledades cruzadas.

Al salir del cine, empecé a reflexionar acerca del modo en el que va cambiando nuestra capacidad de ampliar nuestros horizontes de entendimiento, de cómo podemos interpretar de diferentes formas la misma obra o al mismo autor, dependiendo de nuestra edad y del momento vital que atravesamos. Tal vez a los dieciocho años me resultaba imposible conmoverme con ciertas referencias culturales por el mero hecho de encontrarlas extrañas. Igual que a los trece desarrollé una profunda manía hacia La Celestina, cuando me obligaron a leerla en el instituto, y más adelante hallé en la obra muchos puntos interesantes.

Otro ejemplo incluso más impactante es el de La forja de un rebelde, la famosa trilogía de memorias de Arturo Barea de la que un profesor de Historia me mandó realizar un trabajo durante el primer curso de Periodismo. Lo cierto es que fue mi padre quien acabó haciendo ese trabajo. Y sin embargo, cinco o seis años después, cuando accedí a la obra por voluntad propia, me cautivó por completo.

Quizás en esta época de mi vida aquella profesora de la facultad no me habría parecido tan extremadamente moderna y distante. Sospecho que podría haber aprendido muchas cosas de ella, si no hubiera sido yo tan cerrada. En el fondo, todo se reduce a los prejuicios (por aquello que nos resulta extraño o desconocido). Y la madurez siempre es un buen antídoto