Opinión | PETRICOR

Un poni para los Magos de Oriente

Pertenezco a esa generación que redactaba la carta de su puño y letra y no marcando con círculos un catálogo de juguetes

Los Reyes Magos, en Valencia.

Los Reyes Magos, en Valencia.

Un directo de televisión servía de descanso entre las noticias de verdad. Un reportero dispuesto entre Preciados y Fuencarral -como si estas calles fueran una muestra representativa de las calles de España- preguntaba a los viandantes cargados de bolsas por algún regalo que pidieran con afán en la niñez a los Reyes Magos y que estos no les trajeran. Respondían que Barbies, consolas y memeces semejantes mientras yo les gritaba desde el otro lado de la pantalla de mi televisor: "¡Un poni!, ¡Un poni!, ¿Pero cómo es que ninguno dice que un poni?". Hasta que el reportero, cansado del inexplicable pitido que le llegaba a través del pinganillo, devolvió la conexión.

Y es que pertenezco a aquella generación que redactaba las cartas a los Reyes Magos de su puño y letra y no marcando con círculos un catálogo de juguetes de un centro comercial. Esforzándome en la caligrafía, más si cabe, que en aquellos primeros currículos, también redactados a mano. En la carta, como si fuera un artículo puesto a la venta en Vinted, tocaba señalar cualquier falta -señales de uso normal, un ligero descosido- para pasar rápidamente a los méritos, como un ocho y medio en una redacción o haber marcado un gol en tiempo de descuento. Después entrábamos en la sección de pedir paz en el mundo -poco hemos avanzado en el asunto, a los hechos me remito- y ya, al grano: un único juguete. O regalo. Porque lo único que recuerdo haber pedido es un poni. Un poni.

Mi madre repasaba la carta en busca de faltas -de ortografía y sobre todo, de las otras-, para acabar siempre con un suspiro diciendo que lo del poni era imposible. Que no me cabía en casa, mientras yo señalaba el hueco entre el armario y la mesita de noche donde dormiría el animal. Que si un poni da mucho trabajo y yo le respondía que lo cuidaría en cuanto volviera del colegio y ya quemaba su último cartucho con lo de que no se podía transportar un poni en un camello cuando a mi hermano le habían traído una bici motoretta.

Me daba igual la poca fe de mi madre, yo recogía hierba fresca la noche de Reyes para que el poni no pasara hambre nada más llegar. Ahí seguía por la mañana, mustia -como yo-, y a su lado un paquete envolviendo algo práctico del tipo un sujetador de esos tristes que por no tener no tenían espacio para tetas ni color.

Por compensar la mierda de regalo, supongo, mi madre accedió a que acompañara a una amiga a Radio City, un híbrido entre una pista de patinaje y una discoteca -los 80 en Ibiza en todo su esplendor-, que no importaba que fuera una gala infantil, nos hizo sentir súper mayores, como cuando me toca cumplimentar un formulario y he de ir abajo del todo para encontrar mi año de nacimiento. Pero sobre todo mi amiga resultó ser una experta en lo de ser mayor. En cuanto desaparecieron sus padres sacó un pintalabios con los que nos pintarrajeó y me dijo que nos quitáramos los calcetines para meterlos enrollados en el sujetador.

A saber en cuál de las vueltas agarrada a las barandillas de la pista para no caerme más, entre luces de colores y gente patinando como si hubiera irrumpido en mitad de Starlight Express, perdí uno de aquellos calcetines, pero enfrentarme en el espejo del baño para quitarnos el pintalabios antes de que nos recogieran sus padres y descubrir que había estado horas, quizá, con una teta sí y otra no, fue sumar una decepción a otra peor.

Años después le tocaba a Lisa Simpson conocer el sabor de la decepción. Fue en la temporada 3 de la serie cuando llama a su padre para decirle que necesita que le compre una lengüeta para el saxofón para la función del colegio.

-¿No es una de esas cosas que hace mejor tu madre?

-La llamé pero debe haber salido. También se lo pedí al señor Flanders, a la tía Patty, a la tía Selma, al Doctor Hibbert, al reverendo Lovejoy y a ese señor tan majo que cazó la culebra que había en el sótano.

Homer no piensa fallar a su hija, pero cuando llega a la tienda de música cinco minutos antes de que cierre descubre que esta se encuentra al lado del bar de Moe y... lo primero es lo primero. Para compensar el estropicio y que Lisa le vuelva a querer, Homer decide comprarle ese poni "con el que siempre está dando la lata", a pesar de que eso le cueste pedir un crédito al usurero señor Burns y trabajar en el turno de noche en el Badulaque. Y aunque finalmente Lisa devuelve el poni para liberar a su padre, la moraleja es que los Reyes Magos, a veces, se toman su tiempo -y formas insólitas- para cumplir nuestros deseos. Y aunque pareciera que aquí llegaron en la oronda forma de Homer Simpson, la verdad es que fueron Al Jean y Mike Reiss, los guionistas de la serie, quienes tras tres temporadas y más de cuarenta episodios trabajando entre 80 y 100 horas a la semana los que dijeron: "A Lisa le gustan los ponis; deberíamos darle un poni".

También yo lo seguí pidiendo. Con determinación, constancia y fe y por eso no les sorprenderá lo que me trajeron los Reyes Magos al año siguiente: calcetines.