Opinión | MÁS ALLÁ DEL NEGRÓN

Aglomeraciones, pros y contras

El frenesí de las semanas previas a la Navidad

Aglomeraciones, pros y contras

Aglomeraciones, pros y contras / LNE

Se repiten por doquier las quejas por las aglomeraciones en el centro de las ciudades, convertidos en parques de atracciones, durante estos días que preceden a la Navidad. Todos acabamos cayendo en la tentación. Que si para ver el impresionante despliegue de luces, que si para fundir los 745 euros que se dice cada español va a gastar en estas fiestas, que si por mantener la ilusión de los niños, que si por las multitudinarias cenas de empresa. Nadie diría que estamos en crisis, que todo es más caro este año que el pasado o que el desánimo ha cundido entre los españoles.

Lo curioso es que quienes nos quejamos de la incomodidad de esas aglomeraciones somos mayoritariamente quienes contribuimos a crearlas. Los residentes en los centros neurálgicos de nuestras urbes son los más perjudicados y, a la vez, los más beneficiados por la desmedida afluencia de visitantes. Y, si no, que se lo digan a los comerciantes –mayormente franquicias– y a los hosteleros, que hacen su agosto en diciembre, gracias a esa concentración de ávidos consumidores dispuestos a emplear la paga extra en este frenesí del consumismo.

No sé ahora, pero cuando yo vivía en El Entrego apenas había cuatro tristes bombillas de 120 voltios para celebrar el acontecimiento navideño: las que formaban la estrella que guió a los Reyes Magos, un par de angelotes y otro par de campanas. Y para de contar.

Entonces, las aglomeraciones estaban mal vistas por la autoridad y las pocas que había siempre estaban vinculadas a actos religiosos –allí, el fervor iba por otros derroteros–, ya fueran las procesiones de Semana Santa o la Cabalgata. La única concentración pagana que se formaba era la de las fiestas de verano, en torno al circo o al teatro portátil de Manolita Chen. Eran las fiestas de La Laguna, una de las pocas que no honraban a ningún santo ni a ninguna Virgen, y que se celebraban por azares del destino en torno al 18 de julio.

Lo curioso es que quienes nos quejamos de la incomodidad de esas aglomeraciones somos mayoritariamente quienes contribuimos a crearlas

No fuimos pocos los que precisamente nos fuimos de El Entrego en busca de mayores aglomeraciones, de más ambiente, que se decía entonces. Ya fuera los jubilados a Gijón o los jóvenes a lugares más remotos y poblados, más allá del Negrón. Uno acabó en Madrid, la denostada capital de todas las aglomeraciones.

El problema es que, pasados los años, huyendo de las aglomeraciones de Madrid, las hemos llevado a lugares tradicionalmente tranquilos. Asturias sin ir más lejos. Y ahora las aglomeraciones ya están en todas partes. El pasado puente, el superpuente, pudimos leer en la prensa del Principado titulares como estos: "Lo nunca visto en Oviedo: ni un alfiler cabía en las calles del centro", "La hostelería asturiana desbordada por Navidad: la tendencia es de llenos diario desde que empezó el puente" o "Un éxito rotundo para bares y hoteles que celebran el llenazo".

La pregunta que se impone es si se trata de buenas noticias o malas noticias. En mi opinión, muy buenas. Sobre todo, después de años de criticar que teníamos un turismo solo de verano, que había que desestacionalizar, pues ya está desestacionalizado.

De años clamando por la llegada del AVE y en apenas dos semanas ya vamos por el viajero 100.000. Las aglomeraciones son el precio –y no me parece excesivo– que hay que pagar por estar mejor comunicado o por ser "el paraíso natural".

A las autoridades corresponde gestionar las avalanchas de visitantes y evitar que ese paraíso se convierta en un infierno, buscar otras fuentes de ingresos que no se limiten al turismo, diversificar los puntos de interés de los viajeros más allá del centro de las ciudades o atraer otro tipo de visitantes que no se limiten al ocio.

Las aglomeraciones son molestas. En eso estamos todos de acuerdo. Pero todos juramos no volver a caer en la trampa y, sin embargo, reincidimos puente tras puente, Navidad tras Navidad. Mi suegra, que es más bien beata, dice que "multitudes, ni de obispos". Pero ya sabemos adónde va la gente, y nosotros detrás, a donde va Vicente.