Opinión | PARECE UNA TONTERÍA

Qué gracia tiene

La fuerza de Eugenio residía menos en el qué que en el cómo. Su cómo era invencible. No podías no reírte

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Quién sabe si volverán a hacer gracia los chistes, pensé al salir de ver 'Saben aquell', de David Trueba. Tuvieron su época; y qué época. En todas las pandillas había un tipo que podía contar 100 seguidos. Pero, ¿quién cuenta chistes ahora? Viven horas bajísimas. Casi son muertos andantes.

En 2005, 'The New York Times' publicó una especie de obituario en el que su autor, Warren St. John, sostenía que el chiste como forma de humor murió "después de una larga enfermedad de, oh, treinta años". Fue una muerte solitaria, afirmaba el periodista, sin un pariente cercano al que informar de la mala noticia. Cuando llegó la hora del entierro ya todo a su alrededor "eran frases ingeniosas y humor de observación". Hacía tiempo que el humor había cambiado.

En el obituario se citaban como causas del fallecimiento la corrección política, que había disparado el número de ofendidos; la feminización de la cultura, que dejó de transigir con el machismo de muchos chistes de oficina y bares; y en última instancia internet, cuando a finales de los 90 el mundo se lanzó a intercambiar un torrente demencial de chistes por 'e-mail' y las webs especializadas hicieron que todos estuvieran disponibles a la vez, por escrito, diluyéndose el efecto de lo que era, en esencia, una tradición oral.

Fue tan intensa la moda del chiste que los chistes malos se montaron una hegemonía aparte. A veces eran mejores que los buenos, para ser honestos. Yo era de los que aplaudían cuando salía Pedro Reyes, y decía frases absurdas, a las que llamaba chistes. Me reía a carcajadas sin saber por qué me hacían gracia. No entendías nada, pero reírte de aquello te proporcionaba una agradable sensación de superioridad sobre el resto del mundo, que permanecía impasible, casi enfadado. Te miraban, y por dentro sabías que estaban pensando: "Pero de qué te reirás; ojalá revientes".

Es muchísima la gente que no vale para contar un chiste. Hacerlo comporta riesgos. Primero, porque obligas a que la conversación se detenga y que todos te miren para prestarte atención. En el primer chiste la audiencia va a creer en ti. Quiere pensar que tienes gracia y un chiste entre manos que ilumine fugazmente la sala. Necesitan que alguien la haga reír, y al parecer tú te ofreces voluntario. Al arrancar es como si anunciases: "Ahora voy a hacer algo verdaderamente gracioso". La expectativa se sitúa, pues, muy, muy arriba. Finalmente, si todo va medio normal, el chiste cae bastante más abajo de adonde apuntaba. Por suerte, la gente te olvida enseguida.

En cambio, si eres realmente bueno, no te olvidan jamás, como ocurrió con Eugenio. "No harás nada en esta vida", le decía su padre cuando era un niño. Y nos hizo reír, nada menos. En su estilo, daba igual qué te contase Eugenio. Su fuerza residía menos en el qué que en el cómo. Su cómo era invencible. No podías no reírte. No hacía nada, no abría la boca, solo ponía cara de funeral, y ya explotabas. Pero un día Eugenio murió, y otro día el chiste corrió la misma suerte.