Opinión | TECNOLOGÍA

Desnudos digitales

La capacidad de la IA para generar deepfakes o imágenes manipuladas nos obliga a interrogarnos permanentemente sobre si debemos confiar en la evidencia sensorial en una sociedad cada vez más digital

Los implicados en la simulación de desnudos de niñas en Almendralejo podrían enfrentarse a hasta 9 años de prisión.

Los implicados en la simulación de desnudos de niñas en Almendralejo podrían enfrentarse a hasta 9 años de prisión. / El Periódico de Extremadura

Después del verano se han conocido en España varios casos de jóvenes que han sido víctimas de acciones de manipulación de su imagen mediante el uso de inteligencia artificial. En Ayamonte, un chaval distribuyó en grupos de WhatsApp imágenes modificadas de sus compañeras de instituto en las que aparecían desnudas. O tal vez sea más preciso decir que parecían desnudas. No eran, en puridad, fotos de las niñas desnudas. Eran fotos de las niñas “desnudadas” digitalmente. El matiz es interesante y nos confronta una vez más con los dilemas éticos, jurídicos y hasta físicos que genera el uso de la inteligencia artificial. La realidad, siempre huidiza, se desdibuja ante nuestros ojos y capacidad de comprensión.

No hay duda, como se ha dicho al principio, que las jóvenes que protagonizan – al menos en parte, en la parte reconocible- esas imágenes son víctimas de un ataque. También podemos acordar que la naturaleza de esa agresión se concentra sobre todo en el hecho de la difusión y no tanto en la generación de la imagen; en la intención y no en la propia creación. Podríamos preguntarnos cuál es el bien jurídico a proteger en este caso en el que el objeto de la agresión no son fotos de personas desnudas, sino fotos falsas de personas desnudas. La diferencia no es poca cosa. Pero no pretendemos hoy reflexionar sobre el bien y el mal, ni sobre el delito y la pena, sino divagar sobre la realidad menguante y su apariencia, sus límites y trampas, multiplicadas en la era digital hasta el punto de hacernos dudar varias veces al día de qué es verdad y qué es mentira.

Mientras dudemos, hay esperanza. ¿Qué es la realidad al fin y al cabo? Se trata de una pregunta pretecnológica, abstracta e irresoluble. Parménides sostuvo que “lo que es, es”, y que la realidad es inmutable y eterna. Platón advirtió del riesgo de confundir las sombras de la realidad con la realidad misma, y para Descartes, la única realidad demostrable era su propia mente pensante. Lo que consideramos realidad, ¿es realmente lo que parece ser? A lo largo de la historia, filósofos, escritores y poetas se han cuestionado tanto sobre la naturaleza de la realidad como sobre la capacidad humana para conocerla o reconocerla. ¿La realidad es lo que percibimos o creemos percibir o existe una realidad objetiva más allá de nuestras percepciones?

Estas preguntas cobran nuevo protagonismo y dimensión en este momento en el que el desarrollo de la inteligencia artificial generativa nos sorprende y confunde con nuevos límites entre la realidad y la apariencia. De una manera muy poderosa, lo imaginado, recreado o ficticio se confunde con “lo que es”. Por si fuera poco, las fronteras entre lo real y lo virtual son cada vez más difusas y los territorios de la realidad parecen ensancharse. Es innegable que lo que experimentamos en un espacio virtual, incluso el propio espacio virtual, es tan real como las experiencias y la materialidad del mundo físico.

La capacidad de la IA para generar contenido engañoso, deepfakes o imágenes manipuladas nos obliga a interrogarnos permanentemente sobre si podemos, si debemos confiar en la evidencia sensorial, visual o auditiva, en una sociedad cada vez más digital. Cuestionarnos qué es real y qué no en un mundo digital se ha convertido en una decisión de ética cotidiana, que ya no sólo consiste en dilucidar sobre lo que está bien o mal. Quizás el único asidero de lo real sea ya nuestro propio cuestionamiento de qué merece la credibilidad de realidad sobre la que proyectar la fragilidad y el propósito de nuestra propia existencia.