Opinión | EL RUIDO Y LA FURIA
Oleo sagrado
La milenaria cultura agrícola y alimentaria de este sur que habito y que me habita gira en torno al aceite, el vino y el trigo
Todos los años, hacia finales de diciembre, Miguel ya me tenía preparadas las garrafas con el avío para el año. Solían ser cincuenta, sesenta litros de aceite de primerísima calidad, zumo de aceituna prensada en frío, oro líquido, óleo sagrado. Era una fiesta ir a probarlo juntos, con un trozo de pan, y olerlo, y saborearlo, y encontrarle los matices, el punto de acidez, el recuerdo de otras cosechas, de otros años, de otras alegrías: “Este año ha salido un poco más dulce, Juan, como hace cinco años ¿te acuerdas?”. “Y como hace cinco mil, Miguel”, le respondía yo.
La milenaria cultura agrícola y alimentaria de este sur que habito y que me habita gira en torno al aceite, el vino y el trigo. “Allí donde renuncia el olivo acaba el Mediterráneo”, dejó dicho el médico y escritor francés Georges Duhamel. Por su parte, Columela, que nació romano en Cádiz, calificó al olivo como “el primero de todos los árboles” en su obra “De re rustica”, un maravilloso tratado de agricultura en el que recogió el saber agrícola de la Antigüedad.
El aceite es de linaje divino (quizás por eso Tutankhamon fue enterrado con una corona de hojas de olivo) y no sabríamos vivir sin él. La Biblia lo cita más de doscientas veces, y para los griegos fue Palas Atenea, diosa de la paz y la sabiduría, la que les regaló el primer olivo.
El gastrónomo Apicio, ya en el siglo I, lo incorpora de tal manera en su “De re coquinara”, una extraordinaria colección de recetas, que aparece en trescientas tres de las cuatrocientas noventa y nueve que la componen.
El aceite fue siempre un poco pobre, un oro humilde que se escondía en las cocinas populares. Alimentó mi infancia de niño enfermo en rebanadas espolvoreadas de azúcar, una de las pocas cosas que toleraba mi traidor estómago. Luego, con los años, quiso la fortuna que fuese a trabajar a una fábrica de aceite que se comercializaba con el apropiado nombre de “Minerva”. Allí, en el turno de noche casi siempre, aprendí a distinguir calidades y sabores, a reconocerlos picantes, afrutados, intensos, frescos, dulces, sutiles… a extasiarme con sus tonos verdes, amarillos, dorados…
No podíamos sospechar que acabaríamos teniendo problemas para adquirir este alimento indispensable, que de seguir como va terminaríamos comprándolo en las joyerías. Mientras miramos para otra parte, mientras estamos pendientes de quien quiere vender lo que no es suyo por un puñado de votos y una prórroga de un partido que solo termina en derrota, toda la cultura del aceite, la que ha marcado y fundamentado la cultura Mediterránea desde hace no menos de cinco mil años, está ahora en proceso de desmoronarse. Con el litro en torno a diez euros la gente, la mayoría de la gente, no podrá pagarlo, y eso sí que puede romper una tradición, una historia, un país.
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