Opinión | DESPERFECTOS

Encajar y desencajar

El 'procés' opacó un argumento que sigue siendo válido: incluso considerando todos los agravios –reales o incluso los imaginados– que pueda sentir Cataluña, separarse de España sería mucho más perjudicial, con daños irreversibles

Carles Puigdemont

Carles Puigdemont

Los autocares para conmemorar el 11 de septiembre de 1714 han circulado por la escenografía de Cataluña en un momento de alto riesgo. El descrédito institucional causado por la pugna entre Junts y ERC, el gobierno cero en la Generalitat y el desconcierto social se suman a las negociaciones opacas para el retorno indemne de Carles Puigdemont. Sus seguidores ven ahí el gran momento del expresidente que eludió la justicia yéndose a Waterloo: regresar saltándose la judicatura española y que pueda volver a la Generalitat. Ese será el efecto final si los afanes de la vicepresidenta Yolanda Díaz logran que Junts vote la investidura de Pedro Sánchez.

El 'procés' opacó un argumento que sigue siendo válido: incluso considerando todos los agravios –reales o incluso los imaginados– que pueda sentir Catalunya, separarse de España sería mucho más perjudicial, con daños irreversibles. Eso, encaja. Está en el título octavo de la Constitución. El encaje de la Catalunya real fue la Constitución de 1978, concebida para integrar.  

El resultado fue una amplia redistribución de los poderes territoriales del Estado que respondía a las aspiraciones del catalanismo. Es una ya larga historia con más beneficios que pérdidas. Mientras tanto, el nacionalismo ha sobredimensionado al máximo las distancias con el conjunto de España y ha negado las proximidades. Es un artilugio victimistaFer país se convirtió en un proceso de ingeniería social que se ha creído legitimado más allá de la ley. Ahora ERC ha acabado por no gobernar para nadie

Fue ilustrativa la relación 'afecto-desafecto' con la Unión Europea. En los momentos de más intensidad propagandística del 'procés' se decía que separarse de España no implicaba en absoluto quedarse fuera de la Unión Europea. Incluso se suponía que Angela Merkel no lo iba a consentir y que una república catalana sería, de forma natural y directa, país-miembro de la UE. Cuando ese argumento naufragó, la conclusión fue que si la Unión Europea no integraba a una Catalunya desgajada de España, lo mejor era no ser europeos. De ahí al europarlamentario Carles Puigdemont recibiendo a la vicepresidente Yolanda Díaz en el Parlamento Europeo van muchas sesiones de teatro del absurdo.

El eslabón que el 'procés' desdeñó siempre, con Convergencia como precursora, fue el significado del retorno de Josep Tarradellas. Regresó del exilio y se dirigió a los "ciutadans de Catalunya" porque había comprendido que la Generalitat debía representar a toda la ciudadanía, con o sin catalanidad asumida, en cualquiera de sus gradaciones. Otros querrían regresar del exilio para fomentar la grieta.

La evolución posterior del nacionalismo, pronto advertida por Tarradellas, consistió en todo lo contrario, y paulatinamente se aplicaron políticas identitarias que incluso los partidos no nacionalistas asumían. De eso nutrió la sedimentación del independentismo y no de las sentencias del Constitucional. 

La relación Catalunya-España no es un juego de suma cero, en el que siempre hay un ganador y un perdedor. Es todo lo contrario: es constatable que lo que es bueno para España es bueno para Catalunya y que lo que es bueno para Catalunya es bueno para España. Eso es: siempre con imperfecciones, porque son realidades imperfectas por naturaleza.

En fin, los beneficios en común acaban superando las desavenencias y fricciones. Todo lo que ha sido el 'procés' encaja 'a sensu contrario' con la repugnancia del poeta Joan Maragall ante toda negación que no fuese capaz de construir en seguida algo más fuerte que lo que destruye. De eso sabe mucho Carles Puigdemont.