Opinión | DE PRIMERAS

La cuestión territorial

Las pretensiones de los nacionalistas contrastan con el grado de descentralización política que ha alcanzado el Estado español. Ningún país ha hecho un reparto de poder territorial tan amplio y en tan poco tiempo como el realizado por el nuestro desde 1978

Pedro Sánchez.

Pedro Sánchez. / Gregorio Marrero

El proceso que después de las elecciones debiera concluir con la formación de un gobierno está trufado de retórica sucia. Repárese en lo que ocurre con el respeto. Todos los dirigentes políticos apelan a él, pero ninguno lo practica. El PP reclama la victoria electoral, pero se resiste a admitir que estamos en otra fase, en la que no cuentan los votos, sino los escaños, y Feijóo acaba de negar al PSOE la condición de partido de Estado.

El PSOE pide respeto, olvidándose de la constante descalificación a la que ha sometido al PP y a sus líderes desde que en 2018 prosperó la moción de censura, mientras tacha de "fake" la investidura del candidato propuesto por el Rey y celebra por anticipado su fracaso. Los nacionalistas exigen el reconocimiento de sus naciones y sugieren un pacto que les permita decidir soberanamente sobre su estatus político, pero no acuden a las consultas de Zarzuela ni muestran interés alguno en tener relaciones con el PP.

Mejor sería que todos los partidos respetaran los procedimientos, los tiempos y la posición política de cada uno, pero los hechos inducen a dudar de su disposición y hasta de su capacidad para mantener entre ellos una relación civilizada por encima de las diferencias, con el respeto debido a los ciudadanos.

En este ambiente, la cuestión territorial o, si se prefiere, la cuestión nacional vuelve al centro de la vida política. Uno tras otro, de manera explícita o mediante filtraciones, meras insinuaciones y rumores, todos los partidos nacionalistas con representación en el Congreso, demandantes del derecho de autodeterminación y, salvo el PNV, que no se define al respecto en sus estatutos, declaradamente secesionistas, han puesto ya sobre la mesa su mayor reivindicación. Los últimos en hacerlo han sido los peneuvistas Urkullu y Ortuzar. El presidente de la Generalitat de Catalunya y los portavoces de ERC ya la vienen proclamando hace semanas.

El PSOE pide respeto, mientras tacha de "fake" la investidura del candidato propuesto por el Rey y celebra por anticipado su fracaso

Es bien sabido que los nacionalismos periféricos han tenido una pesada influencia en la política española del último siglo. El contencioso planteado por ellos ha generado una dialéctica conflictiva con el nacionalismo español, que ha alimentado a ambos. Ha acaparado la atención de las instituciones y de la opinión pública, y ha provocado crisis muy graves. La más reciente se produjo en octubre de 2017 y aún sufrimos las consecuencias. Las calles de Barcelona no arden en llamas, pero el problema de la distribución territorial del poder en España es más acuciante. Ahora, los nacionalistas entienden que se les presenta una gran oportunidad.

Para ellos, el "régimen del 78" está en la agonía, el bipartidismo se ha quebrado, la coalición de izquierdas es el gobierno más proclive que han encontrado hasta la fecha y han adquirido la fuerza necesaria para hacer mayor presión al Estado. Ya no se conforman con desarrollar al máximo el Estado de las autonomías. Sus objetivos son, por este orden, el reconocimiento de Cataluña, País Vasco y Galicia como naciones, la soberanía respectiva de cada una de ellas y, si fuera este el resultado de ejercer el derecho de autodeterminación, la formación de un Estado independiente con forma de república.

Las pretensiones de los nacionalistas contrastan con el grado de descentralización política que ha alcanzado el Estado español. Ningún país ha hecho un reparto de poder territorial tan amplio y en tan poco tiempo como el realizado por el nuestro desde 1978. Según diversos índices que lo miden y cuantifican, España es el país más descentralizado de la Unión Europea después de Alemania, y el cuarto del mundo, casi igualado con India, tras Bosnia-Herzegovina, que constituye un caso especial, y por delante de Estados Unidos, que sirve de modelo de Estado federal. Precisamente esta redistribución del poder territorial ha llevado a casi una cuarta parte de los españoles a abogar por una devolución de competencias al Estado e incluso por la eliminación de las comunidades autónomas.

Al contrario, otro sector de la opinión cercano al 25% es partidario de aumentar el poder de las autonomías y de él, casi la mitad, les concedería el derecho de autodeterminación. Cierto es que nunca antes el Estado autonómico había sido tan cuestionado por los dos flancos, el centralista y el independentista. Por primera vez, el porcentaje de españoles que dicen sentirse conformes con la situación actual del Estado de las autonomías ha caído por debajo del 50 %.

Hoy tomará la palabra Puigdemont. Los nacionalistas presumen que quizá no vuelvan a tener una ocasión más favorable. Pero deben calibrar bien si es el momento de plantear por todo lo alto el desafío de convertir sus comunidades autónomas en naciones reconocidas como tal, con efectos políticos y jurídicos. En ese envite está la investidura de Pedro Sánchez.