Opinión | LA ESPIRAL DE LA LIBRETA
Tarde de esplín junto al ventilador
Oficio pasajero puede leerse como el reverso de una novela (no escrita) de aprendizaje, el ‘bildungsroman’ de un joven sentado junto a la ventana de la vida y herido de muerte por la flecha del escribiente Bartleby ("preferiría no hacerlo")
Con las persianas arriadas en derrota, en la penumbra huevo frito del salón, pegada al ventilador del bazar chino, apuro un libro estupendo, ideal para la tarde indolente: Oficio pasajero, de José Antonio Montano, más escritor que periodista, malagueño de vocación carioca, columnista y tuitero gamberrete. La editorial que lo publica, Sr. Scott, echó a andar en 2018 con más moral que el Alcoyano, pues ha consagrado el catálogo a dos cenicientas deslumbrantes: la poesía y los diarios, ¡albricias! Me he lanzado a la lectura como quien se tira de cabeza a una piscina de David Hockney, primero por gusto del género diarístico y, luego, porque los años que abarca, de 1989 a 1999, me los perdí; estuve poco o me extravié en otros lugares yendo a por uvas, justamente mientras se fraguaba la España clientelar. La última década de la peseta y el milenio.
‘Oficio pasajero’ puede leerse como el reverso de una novela (no escrita) de aprendizaje, el ‘bildungsroman’ de un joven sentado junto a la ventana de la vida y herido de muerte por la flecha del escribiente Bartleby ("preferiría no hacerlo"). Horas derramadas en las tabernas o en la continuidad de los parques. Sin curro en los inicios, sin un duro en el bolsillo, desarbolado por esa desidia que desmigaja cualquier propósito aun antes de llegar a concretarse. Un treintañero metido en oposiciones con el fin de asentar un ancla que le permita ahondar en la escritura, inmerso en la vida de provincias, soñando con otro existir, tal vez en Madrid, pero convencido de que en el fondo uno siempre quiere estar donde no está. Inteligencia y un desencanto tal vez demasiado precoz. Aquí asoma el verdadero yo de Montano. O no. En cualquier caso, literatura que no aspiraba a nada y por eso vibra.
A ritmo de bossa nova
Atraviesa el libro un esplín salpicado de vez en cuando por la dicha íntima de seguir vivo. Entrada de agosto de 1995: «Un momento de rara perfección: recién salido de la ducha, con el albornoz puesto y el cuerpo aún medio mojado, al comer trozos frescos de melón mientras sonaban canciones de Leila Pinheiro. Delicias sutiles que no se encuentran en la muerte». ‘Saudade’ mezclada con alegría, como en la bossa nova que tanto gusta al autor. Y las mimbres que lo van sosteniendo: los paseos, el mar en invierno, la búsqueda de la Belleza, la bici en la tele (el Tour, la Vuelta) o por los caminos rurales, el cine, las mujeres y los días, los amigos de siempre y el metrónomo constante de la lectura: Eugenio Trías, Jünger, Cioran, Conrad.
El gran argumento de Oficio pasajero, como el de todos los diarios, es el paso del tiempo, el implacable. Lo acabo contagiada de cierta melancolía, pero también con el regocijo curioso de saber que andan por ahí 60 ‘moleskines’ inéditas.
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