Opinión

Fracaso de la indulgencia

La seguridad, lo que no deja de ser exponente de la vulnerabilidad de un país, donde el servicio de la deuda ha pasado a ser superior a sus gastos militares

Fracaso de la indulgencia.

Fracaso de la indulgencia.

Cuando un escenario en llamas –escuelas, comisarías, bibliotecas y edificios públicos– es el objetivo preferente de quienes lo hacen con impunidad, la clara intención es no dejar tranquilo a nadie.

Con los impuestos más altos del continente, Francia no llega a asegurar a sus ciudadanos lo mínimo que se espera de un Estado: la seguridad, lo que no deja de ser exponente de la vulnerabilidad de un país, donde el servicio de la deuda ha pasado a ser superior a sus gastos militares.

Estado respetado en tiempos de Charles de Gaulle, George Pompidou y Raymond Barre; admirado por sus vecinos, gracias a la eficacia de su administración pública, por ser el único de Europa en tener su propia disuasión nuclear y una política exterior independiente, sin estar sometida a los designios americanos. Y con una autoridad indiscutible que ahora tiembla frente a los traficantes de drogas y las agencias que califican los riesgos de los Estados.

Lo que está pasando es que Francia lleva décadas de inmigración descontrolada. Y en este caso, sí importa la naturaleza de la inmigración desbocada, porque es justamente la que no se integra, la que quiere colonizar y no adaptarse, y la que viene para aprovecharse de un sistema buenista –cero obligaciones, todo derechos– en que se mezcla el odio con pagar todo.

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La fortaleza de las instituciones facilitó que, en 1981, cuando los electores dieron el poder a la izquierda, la alternancia se hiciera sin el menor contratiempo. Hasta entonces, la división izquierda–derecha estructuraba la vida política, pero una vez en el poder la izquierda renunció al rigor en aras del laxismo, como si la autoridad fuera una noción asociada a la derecha y por consiguiente un concepto a desterrar.

Ahí comenzó el apareamiento de la educación con las posturas indulgentes o permisivas frente a las normas morales. Momento en que el gauchisme cultural, omnipresente en los medios de comunicación, aplaudió la hazaña de Jacques Chirac (abolir el servicio militar obligatorio) y la supresión de la "doble pena" (expulsión inmediata de los extranjeros delincuentes), legado de Nicolas Sarkozy.

Cuarenta años después de una actitud –migratoria y escolar– indulgente, el semblante de Francia cambió, abriéndose paso el probabilismo, basado en la idea de que está justificado realizar una acción, aún en contra de la opinión general o el consenso social, si existe una posibilidad, aunque sea pequeña, de que sus resultados posteriores sean buenos.

El Estado, paralizado por su obesidad, permitió que se desarrollase en los barrios una sociedad paralela, que nada tenía que ver con los valores tradicionales franceses. Procedente del norte de África, a través de España, la droga invadió la "banlieue", a partir de ahí sometida a la ley de los traficantes.

En el pensamiento de la izquierda francesa, y por extensión occidental, sigue latiendo una especie de fascinación por la agitación callejera, envuelta con el conspicuo tapujo de la revuelta contra el sistema, digna de comprensión y defensa.

El conflicto como síntoma de nihilismo social se despacha con aroma de ligereza cuando se habla de fallo estructural del Estado (instituciones, escuela, orden público, hasta urbanismo que ha permitido los guetos), lo que lleva a plantearse la renuncia del ejercicio de la autoridad en su legítimo mandato democrático.

Ahí radica el quid de la cuestión, el Estado no puede renunciar a imponer su autoridad. Está obligado a defenderse de la jarapundia ("racaille" como la desechaba Sarkozy) que puede tener algún punto de razón, pero esa razón se pierde cuando se quema un país entero.

En todo sistema político, el Estado es titular único de la violencia física legítima. A la vista de la violencia sin matices, parece inevitable restaurar su autoridad como primera providencia, devolviéndole "el monopolio" al que se refería Max Weber.

En modo alguno el delincuente puede tener más derechos que el ciudadano. Máxime cuando es captado con discursos simplistas, toscos y populistas que permiten dar salida a su frustración, a través de la vía inadmisible que supone la intimidación y el fanatismo.

Y ahí emerge la pregunta: ¿acaso todos tienen la culpa, excepto los que han protagonizado graves disturbios? Los protagonistas también tienen su parte de responsabilidad. Padres incapaces de controlar a sus hijos; domicilios donde se reproduce el modo de vida del país de origen, generando la sensación de choque identitario a las siguientes generaciones; jóvenes que no responden a la educación y la formación, al ser más productiva para ellos la vía del delito.

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En España hay, aproximadamente, millón y medio de emigrantes sudamericanos, mayoritariamente integrados y trabajando. Y cerca de un millón de magrebíes que, en gran medida, viven de ayudas públicas y se adaptan difícilmente a una cultura diferente a la suya.

No tenemos cabalmente los problemas de los suburbios de las grandes ciudades francesas porque aquí no hay guetos y la sociedad española no arrincona al que viene de fuera. Pero no hay que descartar que podamos llegar a tenerlos.

Lo que está sucediendo en Francia, una sensación general de cansancio que impide pensar en el largo plazo, puede suceder en cualquier parte (que se lo digan a los vecinos de Gamonal o a los del paseo de Gracia) y no sólo por derivados de la inmigración.

Debemos acoger a los que vienen legalmente para trabajar pero, visto lo visto, sería preciso hacer un seguimiento y cuando los descendientes –de segunda o tercera generación– no lleven una vida de acuerdo con las normas de convivencia establecidas en el país que les acogió, proceder en consecuencia.

Esto lleva a tener listas leyes para poder expulsar –al país de origen– a quienes no cumplan con pautas básicas, dado que el incumplimiento afecta de lleno al corazón de una convivencia que empieza a dar muestras de agotamiento.

Los episodios que está viviendo Francia apuntan a una crisis del sistema democrático, cuyo origen también tiene que ver con el desapego hacia una clase política percibida como extractora de recursos públicos, que gasta sin control para mantenerse en el poder y ya no parece capaz de mejorar la vida de la gente.

Lo que explica que las soluciones radicales van ganando adeptos y la izquierda está siendo canibalizada por el populismo, hasta llegar a lo que decía el pensador Thomas Powell: "Hemos sustituido lo que funciona por lo que suena bien".

¿Por qué no se respeta la presunción de inocencia cuando el hecho afecta a un policía? ¿Por qué no se espera a la finalización de la investigación de los hechos? ¿Por qué no se pregunta qué es lo que lleva a un agente de policía a hacer uso de un arma de fuego? ¿Qué lleva a un joven de 17 años, que conduce un Mercedes de gran cilindrada, con quince causas pendientes por narcotráfico, a saltarse un control policial?

El resultado: santificamos al fallecido mientras criminalizamos al agente de policía. Hecho probado, que corrobora el fracaso de la permisividad y la condescendencia. Al menos en Francia, en su inevitable viaje hacia el abismo, la mística de la violencia –como advierte Ignacio Camacho– no ha llevado al Gobierno a despenalizar la sedición para aliarse con los insurrectos.