Opinión | REINO UNIDO

Isabel II, el poder de adaptarse

A ninguna otra monarquía se le aplaudiría el ceremonial que rodea la Corona, paliativo de la añoranza por la influencia perdida de un país empequeñecido

La reina Isabel II, en la Abadía de Westminster.

La reina Isabel II, en la Abadía de Westminster. / REUTERS/Frank Augstein

Lo menos que puede decirse de alguien que conserva las cotas de popularidad de Isabel II después de 70 años en el trono es que ha tenido una extraordinaria capacidad de adaptación a cualquier contingencia, tanto en el plano institucional como en el personal y familiar, siempre tan convulso y tan escrutado por los tabloides británicos. A quien vivió sus primeros diez años en un apacible confort campestre y, contra todo pronóstico, se convirtió en heredera de la Corona a raíz la abdicación de su tío, Eduardo VIII, y la entronización de su padre, Jorge VI, no le quedó más remedio que acomodarse a las exigencias de un cometido al que, en principio, no estaba destinada. Se adaptó a los cambios que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial, a la descolonización y a la intromisión de la aldea global en los asuntos de palacio, hasta entonces encubiertos por el hermetismo de la corte.

Basta un dato para calibrar la flexibilidad de Isabel II: cuando en febrero de 1952 regresó apresuradamente de Kenia para suceder a su padre, Winston Churchill era primer ministro del Reino Unido y encarnaba en público el rigor y los formalismos del imperio; hoy ocupa ese puesto un personaje tan poco convencional e impredecible como Boris Johnson. Y el rosario de sobresaltos en el seno de la familia Windsor, antes y después del llamado ‘annus horribilis’ (1992), que erosionó la popularidad de la Corona, aquilataó la capacidad de recuperación de la reina después de cada episodio. Ni la vida galante de su marido, ni los divorcios, enredos y devaneos de sus hijos, ni la marcha de su nieto Harry para alejarse de las exigencias de palacio, han impedido a la anciana Isabel cumplir 96 años sin aparente desgaste del aprecio que hoy le tiene la calle.

Quizá esa peculiar relación de la Corona con los ciudadanos sea un atributo exclusivo de la sociedad británica imposible de transferir a otros entornos. La monarquía es algo más que una forma de gobierno, es algo parecido a una marca de fábrica que explica el exitoso merchandising de los jubileos, como si fueran campañas de promoción de una estrella del rock. Ni las monarquías nórdicas, tan discretas, ni mucho menos la belga o la española, pueden concebir tal grado de complicidad con sus conciudadanos.

En los ingredientes del jubileo hay una mezcla de teatralidad y tradición que filtra el recuerdo de los peores días y exalta al personaje por encima de cualquier otra consideración. La parafernalia que rodea el día a día en el palacio de Buckingham sería inasumible por cualquier otra sociedad diferente a la británica. Homenajear a la soberana en la recta final de su reinado es porque quizás el brillo del ceremonial atenúa la añoranza por la pérdida de influencia de un país fundamental en la historia de Europa, pero irreversiblemente empequeñecido.