Opinión | INTERNACIONAL

Rusia entra en Ucrania

Para Europa el horizonte es borrascoso si se reedita la confrontación de la guerra fría

Un grupo de ucranianos participa en las maniobras militares de un grupo de ultraderecha.

Un grupo de ucranianos participa en las maniobras militares de un grupo de ultraderecha. / REUTERS/Umit Bektas

La guerra de nervios en la que se ha convertido el pulso entre Rusia y Occidente se ha visto alimentada por la decisión del presidente ruso, Vladimir Putin, de enviar tropas “de mantenimiento de la paz” a las regiones separatistas prorrusas del este de Ucrania. Un paso dado tras reconocer la independencia de las autoproclamadas repúblicas de Donestk y Lugansk durante un discurso incendiario trufado de referencias históricas en el que llegó a calificar Ucrania de “colonia de Estados Unidos con un régimen títere”. El secretario general de Naciones Unidas consideró el reconocimiento de la Federación Rusa una violación de la integridad territorial y la soberanía de Ucrania, mientras Estados Unidos y la Unión Europea anunciaban la adopción de sanciones contra estos dos territorios.

Más allá de las consecuencias que tendrá sobre el terreno, Putin torpedea la iniciativa del presidente francés, Enmanuel Macron, de celebrar una cumbre con el presidente norteamericano, Joe Biden. El mandatario galo ha pedido, además, una reunión urgente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Todo se suma a las frecuentes rupturas del alto el fuego en el Donbás, la evacuación de poblaciones a territorio ruso promovida por Moscú y la confusión sobre la retirada de efectivos en las inmediaciones de la frontera ucraniana. No hay más que malas señales, aunque es posible que solo sean parte de una estrategia para presionar a la OTAN.

Aunque es difícil saber hasta dónde están dispuestas a llegar las dos partes para evitar que la suerte de la crisis se decida en el campo de batalla, los costes de una guerra se prevén tan desmesurados que parece imposible que tal opción pueda hacerse realidad. Pero, al mismo tiempo, el presidente de Rusia da a entender que fía el papel futuro de su país al reparto de roles geopolíticos entre las grandes potencias, y su propio futuro personal a un desenlace de la crisis que no le obligue a hacer concesiones de ningún tipo.

En el otro lado, Estados Unidos y sus aliados se prodigan en argumentos para presentarse como los garantes de la independencia de Ucrania, amenazando con bloqueos a Moscú y asumiendo el precio a pagar y los riesgos económicos que conllevaría, con el fin de preservar su estatus internacional frente a sus adversarios en la competición por la hegemonía mundial.

Para Europa se avizora un horizonte borrascoso de cumplirse el vaticinio de que, en días o semanas, puede desencadenar Rusia un ataque contra Kiev. No solo por los efectos inmediatos sobre el terreno y en el comportamiento de los mercados, sino por la configuración de un espacio de confrontación similar al que se vivió en la guerra fría. Los esfuerzos de Francia y Alemania para evitarlo han dado hasta ahora pocos frutos y el Reino Unido, con un Boris Johnson en horas bajas, se ha ceñido a su papel de acompañante de Washington. Todo ello confiere a la pata europea de la OTAN un papel secundario.

El cálculo de riesgos hecho hasta ahora por Putin le ha permitido llevar la iniciativa, pero son demasiados los peligros de seguir estirando la cuerda. Hay en el tablero diplomático suficientes elementos como para que tales riesgos se neutralicen con un ejercicio de realismo que no puede soslayar que Ucrania no puede ser socio de la OTAN, Rusia debe disponer de garantías razonables de seguridad y hay que regresar a la lógica de la reducción de los arsenales como hicieron Ronald Reagan y Mijail Gorbachov a finales de los años ochenta. Salirse de este marco es apostar por un estado crónico de crisis en el que el Kremlin se mueve como un actor político imprevisible.