Opinión | ELECCIONES

Venezuela vota y España observa

En el interior, la realidad es un chavismo fortalecido en manos de Nicolás Maduro, que controla de arriba abajo el país y vulnera los derechos humanos

La propaganda electoral en las calles de Caracas.

La propaganda electoral en las calles de Caracas. / Miguel Gutiérrez

Nadie dentro o fuera de Venezuela tiene fe en las elecciones regionales y municipales del próximo domingo. No serán competitivas ni imparciales ni tendrán garantías: no será una votación democrática porque Venezuela no es una democracia. Y sin embargo, la jornada del 21 de noviembre será importante más allá del resultado, que también cuenta. Los venezolanos de dentro saben que habrá una diferencia si el alcalde o el gobernador es chavista o de la oposición. El espacio político se ha reducido tanto que preservar cualquier margen es indispensable.

En unos milímetros de política se verá si la elección del domingo es un acontecimiento trascendente para Venezuela. De alguna manera ya lo es, puesto que la oposición se presenta de forma mayoritaria por primera vez desde 2017. Lo hace tras mucha discusión interna y fragmentada en tres grandes coaliciones: Plataforma Unitaria, Alianza Democrática y Alternativa Popular Revolucionaria. La gran mayoría de las fuerzas opositoras que permanecen dentro del país no quieren excluirse de la posibilidad de gobernar en ayuntamientos y regiones y, sobre todo, han llegado a la conclusión de que no pueden perder la base electoral interna que quiere un cambio político. Todo ello a pesar de que la limpieza del proceso está en entredicho y de que ser oposición en Venezuela conlleva acoso, encarcelamiento, exilio o jugarse la vida literalmente.

Que no se trata de unas elecciones locales cualquiera también lo indica el hecho de que la Unión Europea ha desplegado en el país una misión con cerca de 100 observadores de 22 Estados miembros, además de Suiza y Noruega. La misión de la UE, apoyada por unanimidad en el Consejo, es resultado del convencimiento del Alto Representante, Josep Borrell, de que los europeos deben contribuir a cualquier apertura del espacio político y el diálogo en Venezuela. Borrell también intuye que la misión del próximo domingo podría abrir las puertas para otra en unas futuras elecciones legislativas y presidenciales, que es una de las exigencias de la oposición y de la comunidad internacional. Junto a la UE habrá representaciones de expertos en materia electoral de Naciones Unidas y del Centro Carter.

Es casi un milagro que la comunidad internacional no haya abandonado por completo a Venezuela. En los últimos años han pasado por el país innumerables mediadores, como el Grupo Internacional de Contacto o el Grupo de Lima, España, o Estados Unidos. Los intentos de negociación fracasan uno tras otro. El último fiasco es la suspensión de las conversaciones en México entre gobierno y oposición, con Noruega de mediador. Iniciativas políticas como el reconocimiento de Juan Guaidó en enero de 2019, impulsado por Donald Trump y secundado por más de sesenta países, no logró unificar a la oposición y generó un problema de interlocución política que ha dejado noqueadas a las organizaciones multilaterales latinoamericanas.

Venezuela se encuentra así ante un problema interno dramático y un problema externo frustrante. En el interior, la realidad es un chavismo fortalecido en manos de Nicolás Maduro, que controla de arriba abajo el país y vulnera los derechos humanos. El fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, acaba de anunciar que va a investigar las torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales recogidas en un informe de la ONU sobre Venezuela elaborado en 2020. 

De una naturaleza diferente es el problema exterior de Venezuela, que no es otro que una oposición dividida, cada vez más distorsionada por sectores instalados fuera del país que tratan de ejercer cierto monopolio. Una parte muy influyente de la oposición en el exterior está enrocada en un todo o nada que enmascara una lucha por el liderazgo y debilita a la oposición de dentro. En los últimos años, han tenido que abandonar Venezuela más de cinco millones de personas, entre ellas algunas de las grandes fortunas del país, instaladas en Miami, Londres y Madrid.

Una parte de esta diáspora venezolana está viviendo una transformación similar a la del exilio cubano en EEUU, que se desvinculó progresivamente de su país al tiempo que se introducía en el debate político de Washington. Siempre se ha dicho que, para EEUU, Cuba no es política exterior, sino política interna. Algo parecido está sucediendo en España con Venezuela y tiene ecos en Bruselas. En esta lógica hay que entender las persistentes críticas a Borrell por un sector de la oposición venezolana y un grupo de parlamentarios europeos, que le acusan de “deteriorar la imagen de la UE” por enviar una misión de observación electoral que solo servirá para “blanquear a Maduro”. De hecho, el 10 de noviembre el Partido Popular Europeo anunció que ninguno de sus eurodiputados participaría en la misión. 

A la fragmentación de la oposición venezolana se une ahora el riesgo real de ruptura entre los de dentro, más posibilistas, y los de fuera, más intransigentes y vinculados con sectores políticos españoles. Una situación como esta supone un desafío inédito para la política exterior de España, una política de Estado que no debería contribuir a la ruptura en Venezuela. No se trata solo de velar por el papel de España como actor relevante en los asuntos latinoamericanos, sino de evitar los riesgos de política interna que supone interiorizar una visión de Venezuela que es parcial y, por tanto, interesada. Al fin y al cabo de lo que se trata es de ayudar al pueblo de Venezuela al tiempo que contribuimos a fortalecer la acción exterior de la UE.