HOMENAJE CINÉFILO

Hiroshi Teshigahara, ídolo de Tarkovsky y primer cineasta asiático nominado al Oscar, protagoniza la retrospectiva de San Sebastián

Trabajando mano a mano con el escritor Kōbō Abe, el director trasladó un cierto universo kafkiano al cine japonés, con un trabajo que destacó tanto en la ficción como en el documental y que estuvo muy vinculado con las tradiciones niponas

'La mujer de la arena', una de las películas más celebradas de Hiroshi Teshigahara

'La mujer de la arena', una de las películas más celebradas de Hiroshi Teshigahara / Sogetsu Foundation

Resulta indudable que Hollywood ha puesto estos últimos años ─ahí están Parásitos, Nomadland, Drive My Car─ su mirada sobre oriente. Sin embargo, antes que Kurosawa, antes que Ang Lee y que los más recientes Bong Joon-ho, Chloé Zhao o Ryusuke Hamaguchi, Hiroshi Teshigahara fue el primer asiático en ser nominado al Oscar al mejor director. Fue el año de My Fair Lady, por La mujer de la arena (Sunna no onna, 1964), que compitió además en la categoría de mejor película de habla no inglesa. Ese mismo año había ganado el gran premio del jurado en Cannes, abriéndose las puertas del mercado occidental. Así es como Teshigahara se dió a conocer internacionalmente a lo largo de esa década gracias a una serie de películas ─sus primeros cuatro largometrajes─ aún hoy bastante insólitas y de una acentuada atmósfera fantasmal, surgidas a partir de las obras del prestigioso e inclasificable escritor Kōbō Abe.

Títulos que incluyen La trampa (1962), las más célebres La mujer de la arena (1964) y El rostro ajeno (1966), o también El hombre sin mapa (1968). Gran parte de la crítica las ha relacionado con el universo de Kafka, un autor al que Abe admitía como uno de sus autores de cabecera junto a Dostoievsky, Poe y Lewis Carroll debido, principalmente, a su preocupación por temas como la crisis de identidad del individuo en la sociedad moderna, su alienación y su creciente fragilidad psicológica y emocional, su invisibilidad, y por su aspecto de pesadillas distópicas. Eran películas nuevas, “de vanguardia” (un término que precisamente Kafka “no hubiera pronunciado jamás”, como señala Enzensberger en su ensayo sobre la vanguardia), muy distantes tanto temática como narrativa y formalmente de las de los maestros clásicos japoneses.

Fotograma de 'El rosotro ajeno'

Fotograma de 'El rosotro ajeno' / Sogetsu Foundation

Como aquellos filmes se estrenaron simultáneamente con los de unos jóvenes Nagisa Ōshima, Shōhei Imamura, Yoshishige Yoshida o Masahiro Shinoda, de los que Teshigahara era estrictamente contemporáneo, éste fue incluido entre las huestes bien dispares de la Noberu Bagu, la nueva ola japonesa. Sin embargo, igual que su amigo Abe, siempre evasivo de corrientes, grupos o generaciones, él fue también un individualista radical. Junto al escritor, al que adaptó en tres ocasiones y con quien colaboró en cinco, y también con el compositor Tōru Takemitsu, fundó un equipo creativo que se mantuvo durante la etapa más exitosa de su carrera cinematográfica a lo largo de la década de los 60. Los filmes por los que es hoy recordado.

El director japonés Hisoshi Teshigahara, en acción

El director japonés Hisoshi Teshigahara, en acción / Hisoshi Teshigahara

La forma de una obra

La obra del cineasta japonés, desarrollada a lo largo de cuatro décadas, no resulta demasiado extensa. Si tratamos de cartografiarla, dividiéndola en períodos, los primeros años, antes de su debut en el largometraje, comprenden una serie de cortos en la tradición del documental sobre arte ─Hokusai (1953), dedicado al célebre pintor de Ukiyo-e (“pinturas del mundo flotante”), o Ikebana (1956), sobre la tradición ancestral de arreglos florales, en el que aparece su padre, Sôfû, fundador de la escuela Sogetsu de ikebana en Tokio─ o el “cine directo”: Teshigahara fue uno de los directores involucrados en un reportaje sobre la capital titulado Tokyo 58. Sin embargo, para él, el género documental no fue una simple forma de progresar hacia el cine de ficción.

Más allá de estos inicios, su trabajo en la no-ficción se extiende a lo largo de su filmografía completa y representa una porción muy significativa del conjunto de su obra. Aparte de una importancia cuantitativa, ese peso específico reside en las huellas bien definidas con las que el cine documental impregna su posterior obra de ficción. Un ejemplo notable es La trampa, su primer largometraje, que describe con una precisión y un realismo minuciosos, repletos de dejes fantásticos, la ciudad minera fantasma en la que sucede la acción. El propio Teshigahara la denominó “una fantasía documental”. Refiriéndose a ese poso documental, el experto Donald Richie ha destacado cómo éste es precisamente uno de los elementos que han hecho de sus películas “algo bastante inusual dentro del cine japonés”.

A ese período inicial le siguieron cinco largometrajes de ficción: los cuatro anteriormente mencionados, realizados en colaboración con Abe y Takemitsu, que le granjearon a la vez reconocimientos y seguidores ─por ejemplo, Teshigahara era uno de los directores más admirados por Tarkovsky; los dos filmaron su primer largometraje el mismo año, 1962─, y Samâ Sorujâ (1972), centrada en el vagabundear de dos desertores norteamericanos del Vietnam, más espontánea, “neorrealista” y relajada en su tono. Como señaló Dan Harper en Senses of Cinema, frente al universo claustrofóbico e inquietante de aquellas, esta última significó “un refrescante cambio de aires”. Cambio que no solo produjo esta oscilación en su obra, sino que vendría marcado sobre todo por motivos personales.

'La flor caída retornando a su rama'

Desde mediados de los años 70, la involucración del director en la escuela familiar de ikebana había sido cada vez mayor, lo que significó un progresivo alejamiento del cine. A inicios de la década siguiente, y tras la muerte de su progenitor, Tesigahara se convirtió en la cabeza de Sogetsu. Decir que el ikebana es una forma de decoración floral, más que inexacto, resulta insuficiente. Se trata más bien de una tradición ancestral, o de un arte que, disponiendo combinatoriamente distintos tipos de flores de forma decorativa, aspira a capturar y transmitir una idea místico-religiosa de perfección existente en el mundo. Desde su infancia, pero amplificado aún más tras su paso por la universidad, en la que estudió Bellas Artes, el cineasta practicó (y dominó) otras formas artísticas tradicionales japonesas como la caligrafía, la cerámica, la pintura y el ikebana. Teshigahara podría haber hecho perfectamente de cualquiera de ellas su profesión. Así que, de forma natural, regresó a un mundo que en modo alguno le era desconocido, sino que era más bien el suyo.

Imagen del documental 'Ikebana'

Imagen del documental 'Ikebana' / Sogetsu Foundation

Tras un largo período alejado del cine, fue tentado por un deseo urgente de volver a filmar. Durante los años 50, recorriendo los Estados Unidos y Europa junto a su padre, Teshigahara descubrió la obra de Gaudí. Entonces rodó en 16 mm un material que no incluyó en Antonio Gaudí (1985), el documental que le dedicó treinta años más tarde. Parafraseando a Simmel, en la obra del arquitecto catalán se resuelve en un equilibrio exacto el ajuste de cuentas entre el alma, que tiende a lo alto, y la gravedad, que tira hacia abajo. Una tensión, entre el espíritu y la forma, que alienta igualmente la filmografía del cineasta. En él, Teshigahara filma edificios como La Pedrera, el Palau Güell o la Casa Batlló, o espacios arquitectónicos como el Jardín de las Hespérides, con una admiración ─cuando no devoción─ que, de algún modo, preludia su giro al clasicismo con dramas históricos de estética tradicional: Rikyu (1989) y Basara, la princesa Goh (Gô-hime, 1992), películas que cierran su filmografía. Un “estilo monumental”, madurado seguramente en el medioambiente tradicional de aquella segunda profesión (no solo el ikebana, también otras expresiones artísticas como las instalaciones hechas con bambú), alejado de sus primeras obras, y cuya finalidad no era otra que la de “representar la historia, la cultura y las tradiciones japonesas de un modo sacramental”.