LIMÓN & VINAGRE

Julio Iglesias, bajo un sol menguante

El cantante hizo una marca universal de su voz y su piel requemada por el sol, pero vacilarse de Julio Iglesias -burlas, desprecios fulminantes, chistes, imitaciones, memes- es también una industria patria

Julio Iglesias.

Julio Iglesias.

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

Es cierto lo que decía el otro día un compañero: lo de aplicar refinados instrumentos teóricos de análisis sociocultural a fenómenos pop se nos está yendo de las manos. Sobre todo porque los analistas no suelen resistir la tentación de emplear su hermenéutica para colocarse por encima -a veces feroz y otras indulgentemente- del objeto estudiado. Además suele ser aburrido portarse como Jürgen Habermas frente a Julio Iglesias. Tampoco ha sido indispensable saber alemán o semiótica para negarlo, despreciarlo o ridiculizarlo desde hace medio siglo ya. A Julio Iglesias le ha acompañado simultáneamente el éxito planetario y una ferocidad crítica incansable y que se solaza en sí misma. El cantante hizo una marca universal de su voz y su piel requemada por el sol, pero vacilarse de Julio Iglesias -burlas, desprecios fulminantes, chistes, imitaciones, memes- es también una industria patria.

Julio Iglesias ha cumplido 80 años, indiscernible ya de su leyenda. ¿Quién es realmente? Como cualquier producto comercial simbólicamente inamovible en el cerebelo de tres generaciones, simboliza lo que quiera, y es a la vez el original y la caricatura. Cualquier autopsia artística de Iglesias está destinada al fracaso. “No sé cantar, pero sí encantar”, dijo una vez el flamante octogenario, que ha sobrevivido a varios testarudos carcinomas y al que ahora le cuesta andar. También a Di Stéfano -su ídolo cuando jugó fugazmente en el Real Madrid- le costaba arrastrar las piernas en sus últimos años

Siempre ha sido lo suficientemente astuto para reírse (moderadamente) de sí mismo. En otra ocasión reconoció que su hijo Enrique cantaba mejor que él, pero que, por supuesto, él ligaba mucho más y quizás mejor. Toda su insistencia está en reconocerse como un seductor. No en su vida privada -aunque ha cultivado una leyenda de amante incansable y vampírico, sentimental y canalla, susurrante y priápico - sino en su desempeño profesional. El punto de interés está en esa operación de seducción, no en la cansina obviedad que dicta que Iglesias no sabe cantar y que sus letras son de un machismo grosero, a veces ridículo y a veces obsceno. Quevedo no canta mejor que Julio Iglesias y su éxito en Estados Unidos se considera un prodigio. Bad Bunny tiene canciones más vomitivas que Lo mejor de tu vida, una de tantas que le escribió Manuel Alejandro, gran compositor homosexual para machos irredentos. Esto es de Safaera, una delicada joya del cantante portorriqueño: “Vino ready ya, puesta pa’ una cepillá’, me chupa la lollipop, solita se arrodilla, hey”.

Iglesias no hubiera sido Iglesias sin la determinación de hacer las Américas. Es perfectamente imaginable un Julio Iglesias anclado para siempre en España y que hubiera terminado por convertirse en un Francisco o un Bertín Osborne. Iglesias ya gozaba de un éxito internacional. A finales de los setenta vendía discos como rosquillas en Latinoamérica, en Estados Unidos, en el Norte de África, en Francia e Italia. Muy pronto llegarían Japón y Brasil. En 1983, en París, recibe un disco de diamante, por vender 100 millones de copias en seis idiomas.

Pero se trataba de conquistar comercialmente en Estados Unidos con un éxito inapelable, indestructible, irradiador. El ejemplo de Raphael, que le precedió algunos años en Norteamérica, fue decisivo. Camilo Sexto lo intentó pero jamás le gustó demasiado cantar en inglés. Dos o tres canciones o una ópera pop, de acuerdo; instalarse durante lustros en Estados Unidos y abandonar el español, no. El año pasado se publicó un libro interesante y muy legible, Julio Iglesias y la conquista de América, que detalla la planificación de su salto definitivo a Estados Unidos: una obra maestra de una compañía conectada con una de las grandes cadenas de televisión, la CBS Records, en colaboración con varias potentes agencias de publicidad de Nueva York, Florida y California.

¿Qué crearon? Una expectativa basada en una imagen que era, a su vez, un mínimo relato románticoide y sicalíptico: un latino sonriente y susurrante que es un truhán y es un señor y casi fiel en el amor. Y triunfaron. Durante quince años, entre principios de los ochenta y mediados de los noventa, Julio Iglesias se integró en el star- system estadounidense. Fue un icono y se hizo multimillonario. Ese mundo empresarial y profesional -el suyo - se fragmentó y desapareció con el cambio de siglo. No envejeció bien. Ahora es un anciano que baja a la plata desde su mansión sostenido por dos modelos, una rubia y otra morena, y vuelve temblando de frío a la orilla.