CINE DE SOL Y SOMBRA (5)

Miyagi y el ‘musculamen’ playero

'The Karate Kid', la popular película de los 80 plagada de tipos que son 'musculitos' de playa, con un rubio matón y un blandengue guaperas como protagonista, continúa envejeciendo bien después de los años. Sobre todo porque, con el tiempo, nos damos cuenta de que el verdadero héroe de la historia es el señor Miyagi

Fotograma de 'The Karate Kid' (1984).

Fotograma de 'The Karate Kid' (1984). / TELETODO

Juanjo Talavante

Juanjo Talavante

La playa es el escaparate que amortiza los sufrimientos y largos pesares del gimnasio. La arena es hoy la pasarela en el momento mágico, en el minuto de oro de la exhibición, el escaparate que redime y el asalto a los cielos de los cuerpos apolíneos adaptados al canon. Aquí no hay filtro que valga. Es el momento de la verdad. Todo el estoicismo invernal permite ahora la orgullosa y decidida exhibición del musculamen. Es ahora cuando los cuerpos esculpidos conforman salas museísticas a los pies de la orilla. Ahora, cuando esos atléticos zambullidos descubren a ojos de los observadores ensimismados la presencia de músculos cuya existencia desconocíamos. Parece ser que el ser humano tiene 600 músculos. Pues bien, en la playa se ve que hay gente que ha trabajado con esmero y tesón los 600.

Ahí, en la orilla discurren desbordantes músculos acerados y desaforados, bíceps incontenibles, abdominales tabletoides, cuádriceps poderosos y pectorales erguidos que parecen que están a punto de echar a volar. Los hombros son rocas, y las espaldas timoneles, como tratando de mimetizarse en el paisaje marino de esta costa que esta mañana vuelve a ser un desfile de bradpitts, transformers, rambos y chuachenagers.

La playa es, en fin, un tríptico adaptado al del genial Bosco, una especie de Jardín de las musculicías. Y fuera del marco, de los cánones imperantes y con músculos que perecieron en el olvido está quien esto suscribe, caído hoy en tierras de la nostalgia, a punto de darse un baño ochentero visionando The Karate Kid, la película en la que media adolescencia patria se enamoró de Ralph Macchio y la otra de Elisabeth Shue, o al revés, no estoy seguro.

Pero con los años, lejos ya del burbujeo de hormonas y con las neuronas espejo dormitando sin intentar replicar las posturas karatiles de Daniel San, uno repara en que el verdadero héroe de la saga es el maestro, el sensei, ese tipo de apariencia rechoncha, menudete, pero elástico, que despliega la autodefensa y las acrobacias de sus artes marciales decimonónicas adquiridas en el lejano Oriente: el señor Miyagi.

Fotograma de la película 'The Karate Kid' (1984).

Fotograma de la película 'The Karate Kid' (1984). / ARCHIVO

Miyagi es un superhéroe de carne y hueso hecho como de fragmentos: un poco Quijote por aquí, otro poco de gran saltamontes allá. Porque… sin Miyagi no hay historia. Sin Miyagi, Karate Kid habría sido una ñoñada cinematográfica que habría pasado sin pena ni gloria.

El actor Pat Morita está soberbio en ese papel de redentor, de filósofo cuántico, de hombre atemperado que, llegado el momento, se convierte en un microondas, en una máquina de soltar hostias (o como se diga) a diestro y siniestro, y en un danzarín de las alturas, exhibiendo golpes aquí y allá para disgusto del rubio guaperas y su prole de macarras.

Miyagi es el Baryhsnikov de las artes marciales, el hombre que atrapa moscas con unos palillos chinos, el McGyver nipón que coge una bicicleta desecha y cuatro cachivaches y te los convierte en un Lamborghini. Pero, por encima de todo, el señor Miyagi es el justiciero que viene del mundo de los sueños, aquel al que los sometidos y los maltratados invocan cada noche para cambiar el rumbo de la historia, de sus pequeñas historias de acoso, bullying, y hostigamiento. Él obra el milagro, coge al tirillas de Daniel, ofuscado y vilipendiado por una panda de niñatos, que apenas si podría dar una voltereta sobre una colchoneta sin descoyuntarse, y lo transforma en un karateka imprevisible e incontenible, capaz incluso de enamorar a la chica de la historia. Un dos por uno cortesía del apacible señor que se encarga de llevar el mantenimiento de la urbanización.

El señor Miyagi y Daniel San de ‘The Karate Kid’. // ARCHIVO


Miyagi y Daniel son el antagonismo de Fausto y Mefistófeles; aquí no hay alma en venta ni diablo que valgan, aquí hay un museo del coche antiguo y un chaval escuchimizado que se pone una cinta en la cabeza y se deja la piel día y noche dando cerca y puliendo cera para completar después de manera inconsciente un ballet de mamporros a la altura, al menos en el título, del Cascanueces de Tchaikovsky.

Aunque, el clímax de la peli llega con una escena que podría haber sido musicada perfectamente con otra obra del compositor ruso: su Obertura 1812, porque Daniel San, con esas caras tan sobreactuadas e inverosímiles que ponía Macchio, se presenta en el campeonato de karate local y se planta en la final justo enfrente del villano, de ese rubio con cara de estreñido que le ha estado haciendo la vida imposible. Ahí, la 1812 de Tchaikovsky encajaría como anillo al dedo, con ese estruendo de cañones como onomatopeyas de golpes a traición, patadas, codazos y puñetazos. Con ese ejército de instrumentos de cuerdas y metales acompasando la coreografía de los dos karatekas que se ven la cara en la final de las finales.

Las artimañas del malo malísimo provocan una lesión al bueno de Daniel. Pero ahí está Miyagi, que frota sus manos como millones de años atrás hiciera el tipo que descubrió el fuego, las coloca sobre la pierna del maltrecho aprendiz y lo sana. No es un milagro: es mucho más, es el poder curativo del señor Miyagi.

Y en la traca final, en la epopeya de las epopeyas, como cumbre escénica y narrativa visual, el instante en que el lesionado Daniel San, que apenas puede sostenerse en vertical sobre una de sus piernas, levanta los brazos como una mantis religiosa, aunque a los guionistas les moló más referirse a la postura de la grulla, y le suelta una patada estratosférica al guaperas que lo pone mirando a Cuenca, como diciéndole: “Anda, vete pa allá y te sacas el carné de conducir que ahí es más fácil”.

Los chavales en los ochenta quería ser Daniel San, pero la inesquivable madurez, aunque resulte incluso incompleta y nos queden unas pantallas por jugar, nos abre los ojos y nos hace ser conscientes de que el héroe, la columna vertebral de la película, el sabio, el tipo honorable y venerable es el señor Miyagi.

Cargado de optimismo, he decidido levantarme y recorrer la orilla como un voluntarioso autonombrado sensei playero y tratar de convencer a los bradpitts, transformers, rambos y chuachenagers de que mucho mejor que sufrir levantando pesas es practicar el “dar cera, pulir cera”. Va por usted, señor Miyagi.