AVANCE DEL NUEVO CURSO LITERARIO

Lee un fragmento de la nueva novela de Ariel Dorfman, 'Allende y el museo del suicidio'

A punto de cumplirse 50 años del golpe que derrocó al presidente chileno, el escritor publica este libro que considera la culminación de su carrera literaria. Un texto sobre aquella experiencia política en la que Dorfman participó, y sobre sus años posteriores de exilio, que desborda los límites de la novela, y en el que dilucidar si Allende fue asesinado o se suicidó es solamente la premisa de partida

La novela, que publica Galaxia Gutenberg, llega a las librerías el 30 de agosto

Allende, en un fotograma del documental de Patricio Guzmán 'Salvador Allende'.

Allende, en un fotograma del documental de Patricio Guzmán 'Salvador Allende'. / ARCHIVO

Ariel Dorfman

 –¿Y tú, Ariel, cómo la viviste, esa fecha histórica?

Sacudí la cabeza, como alguien que necesita despertar de una ensoñación, lo que había estado pasando por mi cabeza mientras él divagaba sobre ese viaje a Santiago a principios de noviembre de 1970.

–¿Yo?

–Sé que trabajaste con Allende durante los mil días de la Unidad Popular, pero ¿creías en su proyecto desde el principio, fuiste un convencido, un ferviente? ¿O abrigabas dudas, como mi padre bolchevique, acerca del camino chileno al socialismo? Porque tu generación, en América Latina, sin escatimar país alguno, todos, incluido Chile, muchos de tus contemporáneos se enamoraron de la lucha armada. ¿Fue tu caso?

Él se había abierto a mí y ahora exigía reciprocidad. No tenía claro yo cuánto estaba dispuesto a revelarle, si acaso una equivocación de mi parte fracturaría el vínculo que empezaba a formarse entre nosotros, y que conduciría –de eso me sentía cada vez más seguro– a que me auxiliara en el proyecto para el cual había solicitado esta reunión. Por ahí, me estaba poniendo a prueba con esas preguntas sobre la vía armada, acreditando si yo era digno de su confi anza, de su dinero, tal vez de su amistad, establecer si yo estaba de su parte en esa disputa con su padre.

–¿Dudas? Ni una –respondí con una certeza que estaba lejos de sentir–. Fui allendista desde la adolescencia. Tenía dieciséis años cuando me uní a su campaña presidencial de 1958, bueno, unirme es una exageración –agregué, haciendo una muestra de mi devoción a la veracidad–. Yo había llegado a Chile cuatro años antes, un niño que había nacido en Buenos Aires, emigró a los dos años y medio a Estados Unidos porque mi padre, tan bolchevique y testarudo como se me ocurre es el tuyo, o era el tuyo, porque…

–Es –dijo Hortha–. Sigue sumamente vivo, mi papá, y más obstinado que nunca.

–Bueno, algo más que nos une: padres con convicciones parecidas. Convicciones que determinaron su vida y la mía. Tuvo que huir del ejército fascista argentino, yo lo seguí con mi mamá un año más tarde a Estados Unidos donde pensé que pasaría el resto de la existencia. Pero sobrevino la persecución de Joe McCarthy, realmente McCarren, dedicado a acosar a cualquier funcionario de la ONU con simpatías de izquierda. –De nuevo, ese ajuste mínimo, McCarren, no McCarthy, otro guiño a mi franqueza–. En Santiago fui a The Grange, una selecta escuela británica para chilenos extremadamente pudientes. Mis padres, pese a sus inclinaciones políticas, no se opusieron, entendían que necesitaba preservar y perfeccionar mi inglés (ya quería ser escritor), pero claro que desentonaba en aquel ambiente aristocrático, con mis orígenes socialistas, el único de mi clase que, en un debate, defendió a Allende contra los candidatos a su derecha.

–¿Así que te limitaste a eso, un discurso, en 1958?

–Oh, no, esa ardiente intervención se prolongó en trabajo voluntario en las poblaciones, dando clases de alfabetización y cavando zanjas para evitar los aluviones de invierno. Como estudiante de secundaria tenía límites sobre cuánto podía hacer, pero ya para las elecciones de 1964, estaba en la universidad y me lancé con todo, presidente de los estudiantes independientes por Allende, amigo de sus hijas Tati e Isabel, al punto que mi futura esposa y yo pasamos las noches antes de la elección en la casa de Chicho… –Aquí hice una pausa para permitir que Hortha comprendiera que yo no era un advenedizo, me había ganado el derecho a llamarlo Chicho, tenía acceso privilegiado a su héroe–. Fue para compilar listas de ciudadanos que se habían mudado desde que se registraron para votar y necesitaban fondos para viajar a sus recintos electorales. Y en 1970 me involucré más, terminé en La Moneda durante los últimos meses de la presidencia. Respondiendo, entonces, a tu pregunta, sí, yo era un verdadero creyente.

Todo lo que le había contado era cierto. Salvo que había omitido asuntos más complejos, una trayectoria tejida más con zigzagueos y matices que exhibiendo una línea recta inquebrantable, no había mencionado mi apoyo a los revolucionarios que se situaban a la extrema izquierda de Allende. Un sustento que duró sólo unos meses, porque pronto me había convertido en un fanático de la vía chilena al socialismo, un converso a la causa por la que Hortha mostraba tanto entusiasmo.

En retrospectiva, reconozco que pude haber respondido a sus preguntas en esa opulenta sala de desayunos con mayor sinceridad, decirle, por ejemplo: "Oh, tenía algunas dudas. Muchos jóvenes en Chile las tuvieron, dominados por una idea romántica de la revolución, obsesionados con un ideal de martirio y machismo, los guerrilleros que se iban a luchar y morir a los cerros o jugando a Robin Hood en los barrios pobres. Pero Allende me sacó de esa quimera. Gracias a él, no tardé mucho en ver la luz".

Público asistente a un mitin de Allende.

Público asistente a un mitin de Allende. / IMAGEN DE LA PELICULA DOCUMENTAL " SALVADOR ALLENDE "

Instintivamente, decidí no compartir esa información con Hortha, intuía que eso podía haberlo llevado a interrogarme sobre aquella conversión, y de ahí a una maraña de detalles y enredos políticos que difícilmente entendería un extranjero como él, distrayéndolo de que conversáramos sobre mi proyecto. No podía saber que, al callar mi romance provisional con la lucha armada que su padre tenía en tan alta estima, estaba yo fijando el rumbo de nuestra relación, preparando el terreno para más engaños cuando, siete años después, me pidió que resolviera el enigma de la muerte de Allende y localizara a un testigo ocular de sus últimos momentos en esta Tierra.

No tenía, por supuesto, la más mínima premonición de esa muerte cuando Angélica y yo –con nuestro joven hijo Rodrigo– retornamos a Chile en 1969 después de un año y medio en la Universidad de California en Berkeley. Había aceptado esa beca para completar un libro sobre la novela latinoamericana pero no tardamos en sumergirnos enardecidamente en el movimiento hippy y antiguerra de Vietnam, un ardor que nos siguió quemando el cuerpo y la imaginación al regresar a nuestra tierra oprimida, proclamando la necesidad de una revolución total que rompiera drásticamente con las ataduras del pasado. Lo que nos llevó a preguntarnos si nuestra era no requería algo más urgente que el lento intento de Allende de conquistar la presidencia por la aburrida vía de las urnas –su cuarta tentativa desde 1952–, justo cuando la vía armada, a pesar de la debacle del Che Guevara en Bolivia en octubre de 1967, explotaba cada día con mayor efervescencia en todo el continente.

¿Cómo contarle esto a Hortha? ¿Cómo contarle que había adoptado yo una actitud expectante, sin comprometerme con uno u otro lado de esta división en el campo revolucionario y que hubiera seguido así por quién sabe cuánto tiempo, si un visitante de nuestro pasado no nos hubiese empujado a una colaboración de cinco meses con el MIR, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, fundado por los hermanos Enríquez, Miguel y Edgardo? En efecto, un domingo a fines de 1969, María Elena Arancibia, la hermana menor de un compañero mío de la secundaria, se presentó sin previo aviso en nuestra casa. Nena (como la llamábamos) mostraba su espíritu libre y montaraz en fiestas, picnics, excursiones a la playa, quitándose los zapatos y levantándose las faldas mientras bailaba para el deleite de nuestra lujuriosa pandilla de adolescentes. Angélica y yo no la habíamos visto hacía unos buenos años, desde su matrimonio con Nacho Saavedra que ya era, para ese entonces, un miembro del alto mando del MIR.

No tardó Nena en revelar la razón para su repentina reaparición en nuestra vida. ¿Era cierto, preguntó, que no teníamos una empleada doméstica puertas adentro?

En efecto, habíamos concluido ya en California que nuestra liberación personal no podía edificarse sobre la explotación de otro ser humano. Y, además, la ausencia de una sirvienta me permitía deambular desnudo por nuestra casa, una manera más de imaginarme de vuelta en las colinas de Berkeley explorando los placeres a que aspira todo cuerpo emancipado. Para Nena, en cambio, la falta de ayuda doméstica significaba algo diferente: convertía ese hogar en un lugar seguro, sin una sirvienta poco fiable que pudiera informar o chismorrear sobre lo que sucedía detrás de sus paredes. ¿Estábamos abiertos a la posibilidad de que nuestra residencia fuera utilizada por los líderes clandestinos de la Izquierda Revolucionaria para reunirse en secreto con sus esposas o amantes o simplemente con su familia durante algunos fines de semana? No se trataba tan sólo de una manera de apoyar la inminente revolución que se venía, sino que también un acto de compasión, darles refugio a las familias que tanto habían sacrificado por la causa. Mencionó que Luly García, una amiga que había estudiado literatura conmigo en la universidad, no había visto a su esposo, Tito Sotomayor, en varios meses.

La propuesta de Nena conllevaba riesgos significativos. El MIR había entrado en abierta rebelión contra el gobierno reformista demócrata cristiano de Eduardo Frei, llevando a cabo una serie de espectaculares operaciones armadas, robando bancos y supermercados y depósitos de armas y logrando audazmente escapar de la policía de manera cinematográfica. Entre esos rebeldes clandestinos, además de Nena y Nacho, Tito y Luly, estaban otros miristas notorios, como Edgardo Enríquez y Abel Balmaceda, a los que también nos unían lazos de cariño.

¡Abel Balmaceda! Hace tempranamente su ineludible aparición en esta crónica, puesto que me iba a proveer, en el futuro, con una pista clave para mi informe final sobre la muerte de Allende y ahí sí que le revelé a Hortha mi relación con ese compañero de sociología con que estudiaba durante tardes enteras. Pero en ese encuentro en el hotel Hays Adams no tenía sentido hablarle de Abel, contarle, por ejemplo, que tenía una gran deuda con él.

El escritor, activista y profesor chileno-estadounidense Ariel Dorfman./ Sergio Parra


Porque me había salvado varias veces de ser golpeado o arrastrado a un carro de policía durante las peleas callejeras que por entonces los estudiantes librábamos día tras día con los pacos. La combatividad de Abel contrastaba con mi renuencia a lastimar a nadie, incluso a un carabinero que molía a palos a algún compañero indefenso. Abel, por cierto, nunca me permitió alabar su intrepidez. "Esto no es nada –solía decir–. Si quieres un ejemplo de valentía, tienes que conocer a mi hermano gemelo, Adrián. No sé por qué está estudiando medicina, si es más ducho en sacarles la cresta a los pacos que en curar las heridas de sus pacientes. Si te juntas con él, a ver si le cuentas que no me eché atrás en la lucha callejera".

Cuando me junté con ese mítico Adrián varias décadas más tarde, no fue para contarle nada por el estilo, sino para que me salvara de algo más terrible e insidioso que los bastones de unos cuantos policías. Pero en esa época, Abel no alcanzó a presentármelo. Empezamos a vernos menos en cuanto yo me fui concentrando en mis clases de literatura y él en sus estudios de sociología. Al que sí me introdujo, antes de que nos alejáramos, fue a Edgardo Enríquez, con quien organicé un seminario sobre marxismo al que asistían los miércoles algunos jóvenes activistas. Jamás anticipé, durante esas sesiones, que Edgardo –quien, por alguna razón insondable, había adquirido el apodo de El Pollo– llegaría a ser, dentro de unos años, un líder del MIR, aunque nunca tan prominente como su carismático hermano menor Miguel, secretario general del partido. Y ahora tanto Edgardo como Miguel estaban prófugos, junto a Abel Balmaceda, Nacho Saavedra y Tito Sotomayor, todos ellos acosados porque deseaban crear "una vida digna para todos".

Necesitaban amparo y se lo dimos.

Algunos de los fines de semana en que ocupaban nuestra casa los pasábamos con mis padres, que vivían a doce cuadras de distancia, mientras que en otras ocasiones nos quedábamos en la calle Vaticano, coincidiendo con nuestros invitados y su guardaespaldas que no era ni más ni menos que Abel. Un placer, ya que pudimos entretenernos durante horas jugando ajedrez y repitiendo nuestras viejas discusiones sobre el socialismo. Encorvados sobre el tablero, riñendo amablemente y apuntando el uno al otro con dedos exasperados, como si fuéramos espadachines pueriles, parecíamos hermanos, según Angélica. Y era cierto que nuestros cuerpos tenían la misma contextura, pelo castaño también similar, narices protuberantes y carnosas, caras angulares, ojos de color verde, y gafas gruesas. Pero cada vez más distantes ideológicamente, cada vez un abismo mayor entre Abel y yo. En la medida de que una victoria de Allende se hacía más viable, iba sintiendo yo que los líderes de la Izquierda Revolucionaria no sintonizaban bien con la realidad del país, eran demasiado arrogantes y demasiado ansiosos por imitar experiencias lejanas en vez de aprender de nuestra propia historia nacional de lucha.

Hortha no había vivido esos vericuetos míos. Desde el principio había criticado las posiciones ortodoxas de su padre. ¿Cómo explicarle algo tan complejo como mi lenta y enrevesada evolución política?

¿Cómo explicárselo a Nena? Ni siquiera lo intenté.