ÓPERA

Un divertidísimo culebrón turco en el Teatro Real

'Il turco in Italia' adopta la forma de telenovela en la su versión dirigida por Laurent Pelly

Giacomo Sagripanti es el director musical de 'Il turco in Italia'.

Giacomo Sagripanti es el director musical de 'Il turco in Italia'. / JAVIER DEL REAL | TEATRO REAL

Si alguien les dice que la ópera es una cosa aburrida, denle con las óperas de Rossini en la cocorota. Esposas casquivanas, maridos bobalicones, metateatro y arias de infarto: ¿quién da más? Este miércoles, ni el estirado público de los estrenos (¿estirado?, quiero decir… ¡selecto!) pudo contener las carcajadas. Sobre las tablas, una nueva producción de Il turco in Italia: una partitura poco conocida en forma de fotonovela.

Nápoles en render. En un chalé unifamiliar, Fiorilla lee su culebrón favorito. Por el garaje asoma un esposo engominado: pantuflas marrones, bermudas azules y una camiseta de tirantes verdaderamente italiana. Se les ve algo tensos: parece que ella ha decidido romper, unilateralmente, con la tiranía de la monogamia. En la casa de al lado (con muchos menos metros cuadrados, pero del mismísimo cartón piedra), un poeta se asoma por la ventana intentando pescar ideas con las que componer un melodrama. El conflicto marital parece darle esperanzas.

La obra fue estrenada, originalmente, en el Teatro alla Scala de Milán el 14 de agosto de 1814.

La obra fue estrenada, originalmente, en el Teatro alla Scala de Milán el 14 de agosto de 1814. / JAVIER DEL REAL | TEATRO REAL

De improviso, una troupe de gitanos llega a la ciudad. Con ellos viene la bellísima Zaida, que ha escapado de innumerables peligros. Se lamenta, porque ha perdido a su amante, el intrépido turco Selim Damelec. Al poeta le hacen los ojos chiribitas. Un momento, ¡un barco atraca en el puerto! De él desciende el mismísimo Selim, el de las caderas contoneantes y el enorme fajín. Fiorilla, movida por un interés puramente antropológico, interroga al extranjero sobre las artes amatorias sarracenas. En esto, hace su aparición don Narciso, cuarto en discordia. Viendo peligrar su posición (es el amante de Fiorilla), se alía con don Geronio (el esposo cornudo y, posiblemente, uno de los mejores nombres de la historia de la ópera) para deshacerse del nuevo jugador.

Desde aquí, se pueden imaginar: enredos, equívocos y chascarrillos a tutiplén. La adúltera irredenta que es capaz de manipular al marido pusilánime, el donjuán con turbante, el amante despechado y mezquino y la amante despechada intentando recuperar a su primer amor. Sutilmente, el habilidoso poeta (al que han caracterizado con una sensual media melenilla, a lo Rossini) irá aconsejándolos a mayor gloria de la trama. Así, al final del segundo acto, todo culmina con un desenlace moralizante: Selim y Zaida se reconcilian, don Narciso se redime y don Geronio perdona a su contrita esposa. "È l'intreccio terminato, lieto fine ha il dramma mio. E contento qual son io forse il pubblico sarà". Cantan a coro, felices, y cae el telón.

La obra es una coproducción del Teatro Real con la Ópera de Lyon y el New National Theatre Tokyo.

La obra es una coproducción del Teatro Real con la Ópera de Lyon y el New National Theatre Tokyo. / JAVIER DEL REAL | TEATRO REAL

Dos desafíos

Para un director de escena, Il turco in Italia plantea dos desafíos. El primero, qué hacer durante los largos momentos de coloratura y gorgorito, donde la acción dramática parece entrar en coma. El segundo, cómo manejar un libreto (firmado por gran Felice Romani, autor de otras minucias como Lucrezia Borgia, L’ elixir d’amore, Norma o La sonnambula) plagado de escenas "políticamente incorrectas". Laurent Pelly, responsable de esta producción, junto con la escenógrafa Chantal Thomas, solventa las dificultades con el mencionado recurso de la fotonovela (ese híbrido entre el tebeo y el folletín). Mostrando la historia como un novelón exagerado y caricaturesco (desde el napolitano panzón, machista y cobardica hasta el histriónico seductor oriental), consigue equilibrar el nivel de los disparates. No es fácil: en uno de sus duetos de coquetería, Fiorilla rechaza las galanterías de su pretendiente porque, como se sabe, en Estambul no se sale de un harén cuando ya se ha caído en otro. "Cento donne intorno avete: le comprate, le vendete". ¡Cómo! Selim le responde: eso solo lo hacen con las cualquiera. Cuando encuentra un tesoro, ni se cambia ni se vende. "Un turco también puede sentir amor". Trocotró.

Los elementos metanarrativos los carga el diablo: conejos en la chistera para directores perezosos. No es el caso. Pelly y Thomas suman, a esa escenografía de casas planas y descaradamente falsas, la irrupción de viñetas y bocadillos para redondear el vodevil. Aparecen lo justo y funcionan bien, ya que aligeran pasajes que escenificados a la manera tradicional resultarían inverosímiles y tediosos.

A esta refrescante ligereza, contribuye la dirección de Giacomo Sagripanti, que refuerza la vis cómica de la partitura, dotando a la orquesta de una plasticidad y una acción teatral perfectamente consonante con la interpretación (actoral, no solo vocal) de los cantantes. Además, conviene elogiar su somero y ágil tratamiento de los recitativos al fortepiano. Hablando de los cantantes, quisiera comenzar por el don Geronio de Misha Kiria, uno de los grandes placeres de la noche. Los señorones de Rossini combinan una enorme dificultad vocal (particularmente obvia en el canto silabato, ese tartamudeo a toda prisa tan característico) con una personalidad tontorrona, que exige habilidad para la caricatura. Hacer bien el bobo es difícil, y Kiria nos ofrece una interpretación sobresaliente. Sara Blanch tuvo que sustituir en el estreno a Lisette Oropesa (favorita de muchos), de baja por un gripazo: no es tarea pequeña. Su Fiorilla resuelve muy bien las complicadas coloraturas y su desempeño escénico es realmente fabuloso. Bien el resto del elenco: Alex Esposito (Selim), Edgardo Rocha (un discreto don Narciso), Paola Gardina (Zaida), Pablo García-López (Albazar) y Florian Sempey (el poeta, que aunque empezó algo estrangulado fue ganando fortaleza y presencia a medida que transcurría la función).

Lo decíamos al principio: no hay que hacer caso a los cenizos que creen que la ópera es, siempre, un tostonazo. ¡Solo a veces! Otras, uno puede pasarlo en grande viendo a marinos descamisados saliendo a escena desde el interior de una revista, poetas costrosos que dominan el cotarro y finales felices y pazguatos que ni los propios personajes se creen. Poco se programa a Rossini para lo divertido que es. Cada año, un Puccini y venga con llorera y el drama. Miren, don Gioacchino escribió treinta y nueve óperas antes de jubilarse a los treinta y siete años (algunas le quedaron parecidas… ¿y qué?); incluso, hay un plato de canelones que lleva su nombre (canelones normales, pero con foie y trufa, nada menos): un referente, qué quieren que les diga.