CRÍTICA DE ARTE
Sobre 'Hiperreal', la exposición del Thyssen: el arte del trampantojo
En opinión del autor, la muestra que el museo madrileño dedica a este recurso pictórico refuerza la empobrecedora concepción del arte como un imitador de lo real
Joaquín Jesús Sánchez
El mito fundacional de la pintura cuenta una engañifa. Plinio el Viejo relata que Zeuxis y Parrasios estaban compitiendo. El uno pintó unas uvas tan perfectas que los pájaros se lanzaron a picotearlas. El otro una cortina que su contrincante intentó descorrer. "Yo he engañado a las aves, Parrasios me ha engañado a mí". La literatura antigua nos ofrece muchos episodios similares: un caballo de Alejandro relinchó ante un retrato de su dueño, unas ovejas balaron ante un cuadro en el que Tiziano había pintado un cordero y Cimabue se quedó con tres palmos de narices al intentar espantar un enjambre de moscas que había pintado su discípulo Giotto.
Ninguna de estas historietas parece creíble, salvo que todos sus protagonistas padeciesen una miopía severa: nadie confunde al modelo con su retrato ni la representación de un animal con el bicho vivito y coleante. "Nadie jamás ha reventado un cuadro para coger una manzana o una flor", escribió el semiólogo Omar Calabrese. Por eso, es llamativo que el Museo Thyssen-Bornemisza haya titulado Hiperreal a su exposición (queda poco para visitarla, hasta el 22 de mayo) dedicada a los trampantojos: bodegones, vanitas, estampas de santos, cajeros automáticos y retratos en los que los pintores se han dado al artificio y al ilusionismo.
El trampantojo no es un género pictórico, sino un recurso: el manejo de la perspectiva, las sombras y la composición para producir una ilusión óptica. Los barrocos italianos lograron que en el techo de una iglesia se abriesen los cielos y entrasen por ellos las legiones angélicas y la cohorte de los santos. Sánchez Cotán consiguió que en un pequeño bodegón haya, en la esquina inferior derecha, un pepino que parece salirse del cuadro. Esta asociación, aunque válida, me resulta chocante. No así a los comisarios de la exposición, que han reunido, pared con pared, un mosaico romano con tres perdices (siglo IV) con un bodegón hiperrealista de Isabel Quintanilla (1989); el San Marcos de Mantegna (1448) y unos retratos del quattrocento en los que unos florentinos apoyan la mano en un falso alféizar; un gran número de esas chucherías burguesas en las que se reproduce un fondo de madera con un montón de cachivaches claveteados; una alegoría de Arcimboldo con la puerta de una celda y el cajero neoyorquino que César Galicia pintó hace un par de años.
El motivo por el que un artista del Renacimiento emplea un truco visual no es el mismo que un colega decimonónico. Uno está investigando la perspectiva, el otro entregándose al efectismo"
No creo que sea necesario extendernos en la relación de obras –la mayoría de ellas excelentes– para señalar que el motivo por el que un artista del Renacimiento emplea un truco visual no es el mismo que por el que lo utiliza un colega decimonónico. El uno está investigando la perspectiva, desperezando el arte de la bidimensionalidad, mientras que el otro está entregándose al efectismo. Aunque las piezas estén organizadas temáticamente y se quiera rastrear el despliegue histórico de la cuestión, el visitante recorre unas salas en las que se suceden cuadros cuyo principal vínculo es que no parecen pintura.
En buena medida, esta es una exposición antipictórica, donde el habilidoso manejo de la figuración preciosista oculta al espectador aquello que es propio de la pintura. Curiosamente, valen aquí unas líneas que Kandinsky escribió hace más de un siglo: "Las paredes de las salas llenas de lienzos pequeños, grandes, medianos. A veces miles de lienzos que reproducen por medio del color trozos de 'naturaleza': animales en luz y sombra, bebiendo agua, junto al agua, tumbados en la hierba; junto a ellos una crucifixión hecha por un artista que no cree en Cristo; flores, figuras sentadas, andando, de pie, a veces desnudas, muchas mujeres desnudas (algunas vistas en perspectivas desde atrás); manzanas y bandejas de plata, retrato del Consejero N; anochecer; […]. Los expertos admiran la 'factura' (así como se mira a un equilibrista), paladean la 'pintura' (como se paladea una empanada). Las almas hambrientas se van hambrientas".
No quisiera insinuar que el empleo del trampantojo es, por sí mismo, reaccionario; tampoco que haya que condenar al fuego estas obras por el delito de colaboracionismo. Pero sospecho que centrar el foco en lo real que parece aquella peladura de limón que casi se cae de la mesa o en lo ingenioso que ha sido colocar aquel velo que cubre medio cuadro reduce estas obras a la simple habilidad técnica que sus artistas tuvieron para hacer simulacros. Por supuesto que el montón de obras que aparentan ser tablas o armarios donde cuelgan papelotes y periódicos no es más que eso, pero la exposición también incluye obras que quedan reducidas al pequeño objeto que, mediante una ingeniosísima sombra, parece saltar de la planicie del lienzo.
Hecha a estas alturas del siglo, esta exposición refuerza la consabida lectura extra artística de las artes plásticas: una obra es tan buena como lo es su parecido con otras cosas. Novedosísima consigna: el arte imita al mundo. Lo triste es que no hay nada más burdamente falso que la reproducción: la pipa más parecida del mundo es la que deja más en evidencia que no es una pipa.
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