LIBROS

Cuando Valencia era una fiesta... popular

El periodista Rodrigo Terrasa analiza en 'La ciudad de la euforia' los disparatados años de la corrupción del Partido Popular en la Comunidad Valenciana.

Fernando Alonso, Felipe Massa, Luca Cordero di Montezemolo, Rita Barberá y Francisco Camps durante un evento de Ferrari en el circuito de Cheste en 2009.

Fernando Alonso, Felipe Massa, Luca Cordero di Montezemolo, Rita Barberá y Francisco Camps durante un evento de Ferrari en el circuito de Cheste en 2009. / Heino Kalis - Reuters

Eduardo Bravo

A principios del año 2000, la actriz griega Irene Papas propuso a los responsables de la Gerenalitat Valenciana fundar en Sagunto La ciudad de la euforia, un centro de creación artística en el que estaría permitido el uso de viagra y alucinógenos. Dicho proyecto, el único que Francisco Camps no llegó a concretar durante su etapa como presidente de la Generalitat Valenciana, ha sido rescatado por Rodrigo Terrasa para dar título a su último libro, un volumen en el que este periodista repasa la corrupción del Partido Popular en esa comunidad autónoma en las últimas décadas.

Publicado por Libros del KO, el trabajo se abre con la exuberancia de la vedete Rosita Amores y se cierra con la batalla de ratas de El Puig, fiesta popular en la que los vecinos de esta localidad se golpean unos a otros con esos animales muertos. Entre esas dos escenas, que podrían simbolizar el auge y decadencia de la región en esos años, el lector conocerá a, entre otros, constructores que recorren los pasillos de un hotel andorrano en trikini y gafas de esquí, a un pijo adicto al dinero reconvertido en anacoreta hippie, a un condenado por corrupción al que también sorprendieron copiando en los exámenes de la UNED que realizaba en la cárcel o a ese gerente que gastó millones en "traductoras" rumanas para que le acompañaran en sus viajes. En definitiva, toda una colección de personajes y anécdotas que demuestran lo acertado de ese chiste que dice que la corrupción es como la paella, "que se hacía en todas partes, pero en ningún sitio como en Valencia".

Marcos Benavent, un "yonki del dinero", según sus propias palabras, reconvertido en hippie.

Marcos Benavent, un "yonki del dinero", según sus propias palabras, reconvertido en hippie. / Miguel Lorenzo

"No creo que en Valencia haya habido más corrupción que en otros sitios de España, ni siquiera los casos más graves o los que más dinero público han movido. Pero sí creo que hay un componente cultural o sociológico que ha permitido una forma de robar diferente y, sobre todo, ha alimentado a unos personajes únicos", explica Terrasa, que apoya su reflexión con un ejemplo: "De todos los empresarios vinculados al caso Gürtel, Francisco Correa decidió mandar a Valencia a El Bigotes, un tipo con mostacho de domador de circo, sobrino de Andrés Pajares y marido de una mamachicho. Eso define bastante bien el perfil de los protagonistas de esta historia".

Ese elemento fallero propio de la corrupción valenciana ha contribuido a que, sin perder un ápice de rigor periodístico, el tono del libro sea, en ocasiones, cómico. «Además de que es mi estilo habitual de escribir, mi intención era contar ese lado más desconocido, obsceno y fascinante de la trastienda de la corrupción», comenta el autor, que no oculta su temor a que esa forma de presentar el tema hiciera que los protagonistas cayesen bien a los lectores: "Uno de los grandes problemas que hubo en Valencia en esos años fue que personajes como Alfonso Rus -antiguo presidente de la Diputación y del Partido Popular de Valencia- o Enrique Ortiz -presidente en su día del Hércules C. F.- resultaban simpáticos. Por eso me empeñé en conseguir los testimonios en primera persona de varios denunciantes protegidos por la Agencia Valenciana Antifraude. Gente que lo ha pasado realmente mal por denunciar casos de corrupción. Sus historias rebajan la euforia de golpe y muestran el lado más duro y menos divertido de la corrupción. Sin esa parte, el libro no habría tenido sentido".

Gente peligrosa

El temor de Rodrigo Terrasa no es infundado. Bajo esa apariencia amable de Buscones y Lazarillos, se esconden personajes peligrosos que no dudaron en, por ejemplo, urdir el secuestro de un deudor y discutir con total tranquilidad si, llegado el momento, sería mejor cortarle una oreja o un dedo para que la familia pagase el rescate. "Aunque no hay un único perfil, la mayoría de implicados en tramas de corrupción presentan rasgos de personalidad antisociales, lo que en el lenguaje coloquial llamamos sociopatía —explica la psicóloga Violeta Alcocer—. Son personas carismáticas, con facilidad para manipular a los demás, con un alto grado de egocentrismo, poco altruismo, dificultades para empatizar con sus víctimas e identificar las consecuencias de sus actos".

Si bien esos rasgos de la personalidad ya son suficientes para generar por sí mismos esos comportamientos antisociales, el ambiente, la ocasión y la presión también ayudan: «Los entornos de poder, como la política, son el escenario en el que muchos sujetos con personalidad antisocial desarrollan su vida profesional, del mismo modo que los pederastas la desarrollan en entornos educativos o eclesiásticos donde hay acceso directo a menores. El propio entorno y la naturaleza de la actividad desarrollada dificultan la detección del acto delictivo y, en muchos casos, aún siendo detectado, tiende a ser negado o encubierto», apunta Alcocer. Otro de los rasgos de esos individuos es su tendencia a la ostentación, incluso cuando ese comportamiento puede delatarles. Un actuar que bien podría tener algo de autoboicot freudiano. "En realidad tiene más que ver con la ausencia de conciencia del delito —explica la psicóloga—. La mayor parte de las personas implicadas en tramas de corrupción acaban justificando sus actos y viéndolos exentos de consecuencias negativas para otras personas, por lo que la culpa no hace acto de presencia".

Uno de los mejores ejemplos de esa cultura del exceso y de la confusion entre lo público y lo privado es el aeropuerto de Castellón, proyecto de Carlos Fabra al que la maledicencia bautizó como el "aerotuerto", en referencia al propio Presidente de la Diputación, que siempre llevaba gafas oscuras por haber perdido un ojo siendo niño. "El aeropuerto del abuelo", como se refería Fabra el día de la inauguración mientras paseaba por las instalaciones con sus nietos, era la demostración del poder que esa saga de caciques locales había desarrollado desde que, a finales del siglo XIX, Victorino Fabra Gil, hombre de confianza del general O’Donnell, se convirtiera en Presidente de la Diputación de Castellón. Después de él, otros tres Fabra desempeñaron ese cargo, lo que supone que, de los 144 años de historia de la institución, los Fabra gobernaron 47, generando una red clientelar que les otorgó un enorme poder en la zona. El suficiente como para crear un aeródromo del que no despegó ni un avión comercial hasta tres años después de su finalización.

De izda. a dcha., Francisco Camps, Carlos Fabra y el obispo de Segorbe-Castellón, Casimiro López, durante la inauguración en 2011 del aeropuerto de Castellón, que no empezó a utilizarse hasta finales de 2014.

De izda. a dcha., Francisco Camps, Carlos Fabra y el obispo de Segorbe-Castellón, Casimiro López, durante la inauguración en 2011 del aeropuerto de Castellón, que no empezó a utilizarse hasta finales de 2014. / Miguel Lorenzo

Vida salvaje

La metáfora del críalo explica por qué en Valencia políticos, constructores, funcionarios, policías, periodistas y ciudadanos prefirieron, si no participar de la fiesta de la corrupción, sí mirar para otro lado. Lo que no resulta tan fácil de entender es cómo algunos de los implicados finalmente fueron absueltos.

"No puedo valorar si, por ejemplo, Camps debería ser condenado o no judicialmente por lo que pasó en Valencia. Si los tribunales decidieron que es inocente, es que judicialmente lo es. De lo que no tengo duda es de que el máximo responsable del partido y del Gobierno que gestionó la Comunidad Valenciana durante dos décadas es también el máximo responsable de las decenas de casos de corrupción que protagonizaron su partido y su Gobierno. Es de cajón. Si lo sabía y no hizo nada, mal. Y si no lo sabía, peor", comenta Terrasa, que recuerda que "la inmensa mayoría de los cargos públicos implicados en esos casos han acabado procesados, condenados e incluso están en prisión. La justicia es lenta, pero llega de una manera u otra. Camps no ha sido condenado, al menos de momento, pero mira dónde ha acabado".

Para aquellos que no recuerden dónde ha acabado Francisco Camps, Terrasa lo explica en las páginas finales de La ciudad de la euforia: "Aquel viernes, Camps estuvo jugando al tenis en una de las pistas más escondidas del recinto [el Club de Tenis Valencia]. Ya no era tan bien recibido como antes por la alta sociedad. Peloteó un buen rato. No se le daba mal. Luego entró a los vestuarios y se duchó. Al volver a su taquilla para vestirse, descubrió que alguien había colocado junto a su ropa un taburete. Y encima, un excremento humano. 'Una mierda recién cagada', le contó un miembro del club a Antoni Rubio, el periodista que publicó aquel episodio. El centro investigó durante días el incidente, pero jamás se supo quién fue el autor de un regalo que resumía de la forma más gráfica posible el final de la indiscutible hegemonía de un partido que había controlado política, social y culturalmente la Comunidad Valenciana durante más de veinte años".