REPORTAJE

'Noir' brasileño, literatura en estado de excepción

La forma de narrar de escritores como Rubem Fonseca, Patricia Melo, Joe Thomas y Ana Paula Maia evidencia el día a día de uno de los países latinoamericanos más complejos

Si hay una palabra que define el género negro que nos ha llegado traducido desde Brasil es 'seco', porque muestra la realidad tal y como es, sin ambajes ni circunloquios

Si hay una palabra que define el género negro que nos ha llegado traducido desde Brasil es 'seco', porque muestra la realidad tal y como es, sin ambajes ni circunloquios

Marta Marne

El 1 de mayo de 1962 en Río de Janeiro se produjo el asesinato del delincuente Mineirinho (José Miranda Rosa). Fue uno de los delincuentes más buscados por la Policía durante años. Alcanzó la fama gracias a innumerables robos en tiendas a plena luz del día, a ataques a las fuerzas del orden y a tres fugas de distintos centros penitenciarios. Parecía imposible de apresar: debido a haberse convertido en una especie de justiciero —de Robin Hood local— los vecinos le ayudaban en sus huidas por los pasadizos de la favela Mangueira, donde vivía. Para acabar con él fue necesario un operativo de trescientos agentes con un colofón de trece disparos.

A pesar de los ríos de tinta que se emplearon para cubrir el suceso —y construir un relato en contra de una persona que era tan querida por muchos—, la población sabía quién era en realidad Mineirinho y no consideraron su final como un acto de justicia social: terminó apresado como si se tratase de un animal. Una de las personas que quiso plasmar su contrariedad fue Clarice Lispector, que ese mismo año publicó la crónica en forma de relato Mineirinho, en la que reflexionaba sobre la violencia desde un punto de vista filosófico. ¿Existe diferencia entre la violencia del delincuente y la del Estado que pretende aniquilar el origen de esa violencia, cuando ambas tienen tantos rasgos comunes?:

“Esta es la ley. Pero existe algo que, si me hace oír el primer y el segundo tiro con un alivio de seguridad, en el tercero me pone alerta, en el cuarto desasosegada, el quinto y el sexto me cubren de vergüenza, el séptimo y el octavo los oigo con el corazón latiendo de horror, en el noveno y en el décimo mi boca está temblorosa, en el décimoprimero digo con espanto el nombre de Dios, en el décimosegundo llamo a mi hermano. El décimotercero me asesina, porque yo soy el otro. Porque quiero ser el otro.”

Como indica el profesor Karl Erik Schøllhammer en el prólogo de su ensayo Cena do crime: Violência e realismo no Brasil contemporâneo, “la violencia es una realidad con la que todo brasileño convive o intenta convivir”. Los brasileños viven en un extraño y prolongado estado de excepción. Es un continuo en la vida cotidiana hasta el punto de que resulta imposible que no permee a las expresiones artísticas y literarias. A través de la literatura de cuatro autores vamos a intentar extraer su mirada sobre estos elementos.

Autores pegados a la realidad

Rubem Fonseca (1925-2020) incorpora en sus obras el discurso sobre la fragmentación urbana, la corrupción y cómo la marginalidad sirve de contexto a la violencia en la capital brasileña. El papel de la ciudad resulta central en su literatura y sus narraciones en primera persona permiten que el impacto en el lector sea de mayor magnitud.

El escritor brasileño Rubem Fonseca

El escritor brasileño Rubem Fonseca / EPE

A pesar de su maestría en las prosa más larga, nada resulta tan turbador como sus relatos. Historias como El cobrador, de 1979, dan buena cuenta de lo narrado en sus obras. Un sujeto marginal, un personaje insignificante, decide revelarse contra lo establecido, contra lo que el Estado había decidido que le correspondía por nacimiento, y empieza a “cobrar” lo que la sociedad le debe. Una especie de deuda social que el resto de personajes pagarán con sus vidas a través de crímenes de una brutalidad que colisiona con nuestros esquemas vitales.

Sus neopoliciales serán tan solo un vehículo, un pretexto, para captar una realidad que se torna más compleja con el paso de los años. En El gran arte (1983) veremos cómo la violencia se extiende por las favelas, las calles, las casas de los pobres, pero también las de los ricos. Aquí podemos ver cómo, al contrario que en otras urbes de Europa o Estados Unidos —donde los grupos acomodados ocupan los sitios más altos y de mayor valor paisajístico—, en las ciudades brasileñas son las gentes de escasos recursos las que se instalan en cerros y lomas alrededor de la urbe. Se diluyen los límites entre adinerados y necesitados, y las favelas se cuelan en barrios de clase media en cuanto hay un pedazo de territorio disponible.

La autora brasileña Patricia Melo

La autora brasileña Patricia Melo / EPE

Patricia Melo (1962) construye policiales sin policía, crímenes sin investigación, historias en las que conocemos al culpable de antemano y en las que la corrupción impide ahondar en las capas más envilecidas de la sociedad. En 1995 publicó O matador (Killer, en la edición en castellano), una novela en la que dejaba claro que se postulaba como heredera de la prosa brutalista de Fonseca. Su protagonista, Máiquel, se convierte en sicario y justiciero exterminando a sus enemigos desde los suburbios de São Paulo.

Violencia sin límite

En las obras de Melo la violencia no tiene límite, nunca parece llegar a su punto álgido. La exposición sufrida resulta pornográfica y se convierte en sí misma en un medio para incomodar y que reflexionemos acerca de que en la realidad brasileña tampoco existe una barrera: cuando crees que no puedes soportar más crueldad, siempre llega una noticia nueva, un suceso que agranda esos límites tolerables por la ciudadanía. El lector se engancha al ritmo ágil de la narración a través de monólogos interiores y diálogos cargados de dinamismo: Melo es prodigiosa reflejando las jergas y el hablar más coloquial de las calles.

Joe Thomas, autor de 'Brazilian psycho'

Joe Thomas, autor de 'Brazilian psycho' / EPE

En Brazilian psycho (2021; 2024 en castellano), de Joe Thomas (1977), trata de explicar qué ocurrió en los dieciséis años que separan 2003 y 2016 para que el país pasase de ser gobernado por una izquierda radical con Lula a una extrema derecha con Bolsonaro —en un sistema en el que votar no solo es un derecho, sino una obligación que puede acarrear multas si no lo haces—. Con un estilo que remite de forma inevitable al de David Peace y un marcado énfasis en personas y acontecimientos reales —de un modo casi periodístico— nos muestra la impunidad de la corrupción y la crueldad de la sociedad brasileña contemporánea.

Thomas no es brasileño. Pasó diez años en São Paulo trabajando como profesor en un colegio para alumnos privilegiados y residiendo en una protegida urbanización desde la que podía ver desde su ventana la mayor favela del municipio, Paraisópolis. Su mirada de extranjero, del que está de paso, sirve de herramienta de extrañeza y ayuda a mostrar toda esta podredumbre desde una percepción no contaminada.

La escritora Ana Paula Maia

La escritora Ana Paula Maia / EPE

Ana Paula Maia (1977) nos ofrece un retrato completamente diferente del país debido a que todas sus obras transcurren en entornos rurales. En su literatura explota la exclusión geográfica y podemos ver cómo los personajes no tienen la más mínima posibilidad de soñar con una salida reparadora. En sus escenarios logramos apreciar —más aún que en los urbanos— cómo el Estado reduce a los habitantes de estas zonas a meros supervivientes debido a una total ausencia de asistencia gubernamental. En su última novela, De cada quinientos un alma (2022), lleva esta visión al extremo rozando lo distópico: una epidemia a nivel global está acabando con los recursos y la Administración decide recorrer el país recogiendo a los contagiados no para salvarlos, sino para aniquilarlos como solución final.

El foco, en las clases bajas

Si las clases bajas suelen estar infrarrepresentadas en la literatura, para Maia se convierten en el centro. Nunca desde la victimización: sus protagonistas contribuyen a través de sus acciones a colocarse en el lugar que están ocupando. El trabajo también es un elemento fundamental de las obras de Maia y cómo este no permite ninguna perspectiva de mejora. Tendremos a matarifes, aturdidores de ganado, recolectores de animales muertos en la carretera. Empleos violentos y mal vistos por la sociedad, pero que existen y que son un fiel reflejo de la violencia estructural que sufren quienes se ven obligados a recurrir a ellos como forma de subsistencia.

La violencia en los textos de Maia no es un mero pretexto, pero tampoco es la protagonista de sus historias. Es un elemento cotidiano que sirve para representar cuestiones sociopolíticas de clase. Se aborda con total cotidianidad, porque es tan común como lo son la vida y la muerte. Su narrativa es cruda y descarnada, incómoda y —en algunos puntos— excesivamente realista.

La propuesta de Maia rompe con esa mirada obsoleta de que el género negro tan solo puede ser urbano para mostrar la violencia estructural de un determinado territorio. El abandono institucional en países como Brasil impacta en todos los estratos de la sociedad. La ciudad lo acentúa debido a los contrastes tan marcados, ya no solo económicos sino también urbanísticos. La literatura no podrá ayudar a solucionarlos, pero al menos sí a reflexionar sobre el mundo en el que vivimos.