DAME UNA NOCHE

Segunda mano

No saber nunca la verdad de las vicisitudes que ha corrido un libro de viejo hace emerger cierta forma de belleza

Puesto de libros de segunda mano, en Barcelona

Puesto de libros de segunda mano, en Barcelona / Albert Bertran

Juan Tallón

Juan Tallón

En una conversación con un escritor, este mencionó un libro del que nunca había oído hablar, aunque sí de su autor. No saber nada de un gran libro, como parecía ser aquel, te hunde por unos segundos en la miseria, porque se valida una verdad terrible: que no sabes tanto. El libro era Arkansas, de David Leavitt, que en España se publicó en 1998. Pensé en algunas de las cosas que hacía yo ese año y entendí mi ignorancia. Arkansas reúne tres cuentos largos, que era todo a lo que aspiraba mi amigo escritor: juntar un puñado de relatos, ojalá tan largos y espléndidos como aquellos. No pedía más.

Una semana después de aquella conversación, me hice con un ejemplar de Arkansas. No fue extremadamente difícil, pero tampoco sencillo. Cuando lo saqué del envoltorio y comprobé que el lomo estaba descolado, se me escaparon un bufido y un joder. Lo normal. Pero pasar un par de páginas y leer una nota manuscrita de su anterior propietario me puso otra vez de buen humor. Me puse de buen humor, pero era un drama. El dueño había escrito con un rotulador naranja muy brillante: "Este libro fue un regalo, en mis vacaciones hacia España, de mis amigos para felicitarme. 17-24 de octubre de 2002".

Nos gusta pensar que los regalos son sagrados, y más si se trata de libros, así que después de esto ya no pude dejar de imaginar todas las cosas que pudieron acabar pasando en la vida de aquel ejemplar de Arkansas para que, a la vuelta de 25 años, el libro me perteneciese.

Posibilidades

¿El dueño había fallecido y los herederos habían acabado vendiendo esa y otras novelas, quizá todas? ¿Acaso se había deshecho de ella el propio dueño? ¿Y la habría leído previamente? ¿Le pareció absurdo seguir atesorándolo? ¿Lo vendió por algún tipo de necesidad económica o sentimental? ¿Pudo perderlo? ¿O más bien se lo robaron? Inevitablemente, todas las posibilidades conducían a una historia o triste o tristísima. Y, sin embargo, no saber nunca la verdad, y que el misterio las avivase todas, hacía emerger cierta forma de belleza.

Me sucedió hace años algo parecido con Desayuno en Tiffany’s, de Truman Capote. Me hice con un ejemplar en una librería de segunda mano. Al abrirlo, en la tercera página, descubrí un largo mensaje escrito a lápiz por su propietaria original: "Este libro es uno de los libros que más quiero: es el tipo de libro que se hace entrañable. Cuando un personaje tan extravagante, alegre y conmovedor como Holly Golightly entra en tu vida, es difícil no sorprenderte pensando en ella en el curso del tiempo. Algunas veces me hubiera gustado parecerme a ella y quizá en algún momento he intentado imitarla. Es en el fondo una mujer muy desamparada. En fin, de este libro no te quiero decir nada más, solo que, para mí, fue un encuentro importante que me descubrió a Capote y también que siento la típica envidia que el abuelito decía sentir con mamá cuando esta descubría un libro por primera vez: el deslumbre, la maravilla… Felicidades. Tu primita italiana, Verónica. Mayo de 1994".

Cuando trato de ponerme en la cabeza de la prima de Verónica, a la que esta había regalado la novela de Capote, soy incapaz de explicarme qué la llevó a desprenderse del libro. ¿Se vio en alguna clase de aprieto? ¿Odió el libro después de leerlo? ¿Tal vez rompió la relación con Verónica y se deshizo de cualquier cosa que se la recordase, incluidos sus regalos? Fuese lo que fuese, Verónica amaba Desayuno en Tiffany’s, y también aquel preciso ejemplar, pero por encima de eso amaba más a su prima, a la que se lo cedió con la esperanza de que también ella se conmoviese ante Holly Golightly. Y, sin embargo, tanto amor ajeno acabó en una librería de viejo y más tarde en mis manos, como Arkansas.