Opinión | ISLAS A LA DERIVA

Postal desde Urueña

Regresar a la esencia del libro en el taller de encuadernación de la villa vallisoletana con más papel que tabernas 

Rosa de Miguel, en plena tarea de encuadernación

Rosa de Miguel, en plena tarea de encuadernación / EPE

Sobre una colina, abrazado por una muralla del siglo XII, el pueblo emerge como una aparición en mitad de la nada, tras atravesar kilómetros y kilómetros de páramo cereal. Un villorrio que contempla un horizonte inabarcable de tierras de labor, campos roturados que parecen un edredón hecho de retazos. Marrón, ocre, verde, pardo, siena. El viento helado atiza la rompiente de los muros medievales. Una cigüeña custodia su nido de ramas desde las alturas de un torreón, emitiendo un extraño trino, seco y monótono, como una carraca de madera vieja. Asomada a la Tierra de Campos vallisoletana, bajo la inmensidad del cielo, así es Urueña en invierno. La belleza desnuda. El lugar adonde van a morir las arias de Händel, como escribió el poeta Antonio Colinas, "un espacio en que la nada es todo y el todo es la nada".

A las seis ya es oscuro. No se ve un alma por las esquinas. Apenas serán un centenar los habitantes fijos, en su mayoría ancianos y unos pocos libreros, nueve locos soñadores si no yerro los cálculos, que empezaron a afincarse en el pueblo hacia 2007, cuando cuajó el proyecto Villa del Libro, financiado por la Diputación de Valladolid a semejanza de la localidad galesa de Hay-on-Wye, hoy sede del célebre festival literario. En diciembre, la aldea se quedó sin el único cajero automático. Es misión para valientes remar en la España vacía.

A principios de los años 90, antes de que Urueña se convirtiera en el pueblo con más papel que vino, en la villa con más librerías per cápita del país, aquí recaló una pareja de encuadernadores, Rosa de Miguel Pastor y Fernando Gutiérrez, escapando de la contaminación y el jaleo de Madrid. No sé bien; todos huimos de algo. Aquel par de jóvenes atendía también al reclamo de Joaquín Díaz, gran divulgador del folclore castellano, quien justo comenzaba entonces a instalar su fundación etnográfica en el pueblo, al que pretendía insuflarle vida con la llegada de artesanos.

La esencia de la esencia

Los comienzos fueron cuesta arriba pero hoy ambos regentan un taller de encuadernación artesanal que funciona a pleno rendimiento, si bien esa expresión tiene un algo fabril que se aviene mal con el ritmo pausado, casi monacal, con que ambos trajinan en el obrador, libro a libro. Cada vez que llega un volumen descuajeringado al taller, lo desmontan, aplastan las páginas en la prensa –porque el papel "coge aire"–, las pespuntean a mano –"la costura industrial es muy frágil"– y vuelven a encuadernarlo con tapas de cartón acabadas en tela, piel o papel pintado. Resulta un placer conversar con ellos sobre su desempeño, escucharlos intercalar la jerga de un oficio tan hermoso y antiguo: enlomar, cabezada, el cajo, el fuelle y los nervios, verjuras, media caña, risclar cordeles, rebajar la piel con la chifla (una cuchilla curva de acero); las guardas y el pan de oro; gofrar el título en el lomo con hierros de mano calentados en el hornillo.

La Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, el Instituto Nacional de Estadística y el convento dominico de San Esteban, en Salamanca, constituyen los principales clientes del taller de encuadernación artesanal de Urueña, donde también se curan las heridas que el tiempo inflige en los libros: suciedad, polvo, manchas de humedad y moho, desgarrones en el papel, que puede tornarse quebradizo con el calor, mordeduras de roedores e insectos xilófagos, capaces de taladrar túneles en Las siete partidas de Alfonso X el Sabio. Tanto Rosa como Fernando tienen las manos curtidas por el frío y el trabajo manual. Han regresado al comienzo, a la esencia de la esencia, buscando el infinito que se escondía en aquel primer junco, con pasión por el oficio y el libro, el artefacto tecnológico más importante que ha creado el ser humano.