ANÁLISIS

La respuesta al cambio climático

Es difícil de entender que la comunidad internacional haya sido tan pasiva ante la generalizada amenaza de un deterioro del planeta que pueda poner en riesgo su habitabilidad

Contaminación en Madrid.

Contaminación en Madrid.

Antonio Papell

Antonio Papell

La Conferencia de París de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 21), celebrada en 2016, constituyó un avance muy relevante en la concienciación y puesta en marcha de las estrategias de la comunidad internacional en la lucha contra el recalentamiento de la tierra, a consecuencia de la acumulación de gases de efecto invernadero debida al consumo abusivo de carburantes fósiles. El acuerdo, firmado por 192 países más la Unión Europea, establece reducir sustancialmente las emisiones de gases de efecto invernadero para limitar el aumento de la temperatura global en este siglo a 2 °C y esforzarse para limitar este aumento a tan solo 1,5 °C; revisar los compromisos de los países cada cinco años, y ofrecer financiación a los países en desarrollo para que puedan mitigar el cambio climático, fortalecer la resiliencia y mejorar su capacidad de adaptación a los impactos.

Pese a la solemnidad del acuerdo y a su fortalecimiento en cumbres anuales —este año, se ha celebrado la COP 26 en Glasgow, Escocia—, es evidente que los grandes actores del asunto son Estados Unidos y China. Y, por desgracia, no solo ambos tienen un interés mediocre en el asunto, sino que a raíz de los incidentes suscitados por el viaje de Pelosi a Taiwan, China ha suspendido toda colaboración con Occidente en materia climática.

La meteorología de los últimos años debería convencer a los más escépticos de que el efecto invernadero está produciendo cambios dramáticos en el clima. La situación de este año en buena parte del mundo no tiene precedentes, la sequía se extiende a zonas templadas que estaban a salvo de ella, los mares se recalientan con lo que en otoño podría haber borrascas demoledoras… Sin embargo, hay que reconocer que la respuesta internacional al cambio climático es blanda… Particularmente por una razón económica de justicia distributiva que sigue sin resolverse en la práctica (aunque, como se dice más arriba, las COP se han preocupado por ayudar a los países en desarrollo): es patente que resulta más barato producir mediante técnicas contaminantes que hacerlo preservando el medio ambiente, por lo que los países maduros, que ya han contaminado para conseguir la prosperidad, están moralmente obligados a cargar con el sobrecoste añadido de no contaminar que experimentan los países en desarrollo.

"Las democracias no pueden depender de dictaduras para asegurar su abastecimiento energético"

Sea como sea, parece evidente que las medidas anticontaminantes son urgentes, ya que el cambio climático apremia (la opinión prácticamente unánime de la comunidad científica ofrece ya escasos resquicios para la duda)… Pero, además, este proceso liberará a la Unión Europea de una dependencia energética viciada y peligrosa que en la actualidad está fortaleciendo la posición de Rusia en la guerra de Ucrania. En un mundo cuya nueva bipolaridad ya no es ideológica sino que está establecida entre países liberales e iliberales, las democracias no pueden depender de dictaduras para asegurar su abastecimiento energético. La situación en que se encuentran Alemania y otros países centrales de la UE, que no pueden prescindir sin grave quebranto de los suministros rusos de petróleo y de gas, es insostenible, por lo que han de conquistar como sea la necesaria autonomía.

El círculo virtuoso se cierra en este aspecto: la descarbonización en marcha, aunque todavía a un ritmo demasiado lento, moderará el cambio climático y al menos nos dará tiempo para paliar sus consecuencias más lesivas. Y a la vez facilitará la autonomía energética de países sin hidrocarburos, que podrán autoabastecerse casi completamente de energía a partir de las renovables, cuyo desarrollo está ya muy avanzado pero todavía muy lejos de lo que puede ser su techo.

Es difícil de entender que la comunidad internacional haya sido tan pasiva ante la generalizada amenaza de un deterioro del planeta que pueda poner en riesgo su habitabilidad, pero aún lo es más, si cabe, que algunos países de los más adelantados y ricos de la tierra no hayan previsto el riesgo que comportaba estar en manos de regímenes autoritarios, como Rusia, que no tienen escrúpulos en declarar guerras para colmar ambiciones territoriales y que en el fondo buscan extender por cualquier medio su poder e influencia para que el rechazo ético y político que provocan haya de templarse a la vista de su agresividad.

La respuesta sobreactuada y demasiado airada de China a la simple visita de la presidenta de la Cámara de Representantes norteamericana nos debería terminar de convencer a los occidentales de que las relaciones con las grandes dictaduras deben ser pragmáticas —no tendría sentido otra cosa— pero han de estar basadas en la no dependencia de ellas y en la capacidad de pararles los pies si aparece alguna tentativa imperialista. La idea de seguridad, que fue limitada tras el fin de la guerra fría, se ha ampliado hoy sobremanera y abarca tanto la idea de autosuficiencia como la de disuasión frente a terceros que quieran imponer por cualquier medio su arbitrariedad.