Opinión | MACONDO EN EL RETROVISOR

Con dos ovarios

Obsesionados con la eterna juventud, los estándares de perfección que se les exige a las mujeres para seguir ‘existiendo’ y ‘contando’ son simplemente ridículos

Consejos para perder el miedo a envejecer

Consejos para perder el miedo a envejecer

Una asociación de jubiladas de Suiza le ha puesto la cara colorada al gobierno de su país por incumplir sus políticas medioambientales. Sus integrantes, más de la mitad de ellas tiene entre 70 y 75 años, han presentado una denuncia ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reprobando la inacción de sus gobernantes, pese a sus promesas, para hacer frente al cambio climático. Y este les ha dado la razón.

La sentencia, si quieren que les diga la verdad, me parece lo de menos. Lo admirable es la determinación de un grupo de mujeres, que por edad se suponen casi invisibles en la sociedad actual, para tomar partido de forma activa y pública en un asunto que tiene un impacto directo en sus vidas, pero que, sobre todo, podría tener consecuencias nefastas en un futuro en el que, desgraciadamente, la mayoría de ellas, ya no estarán aquí.

Su iniciativa y su falta de complejos a la hora de tirarles de las orejas a los políticos de su país son todo un ejemplo del poder, muchas veces olvidado, de los ciudadanos para plantarle cara a sus gobernantes y hacerles saber del descontento de la sociedad para con su ineficacia. Pero, además, su triunfo es todo un irónico corte de mangas, que desafía las reglas de juego actual y el lugar en el que se les tiene defenestradas por edad y por sexo.

¿Se imaginan algo parecido en nuestro país? Para empezar, los ‘señoros’ y también muchas señoras, para qué nos vamos a engañar, les llamarían ridículas, locas, gagás o vete tú a saber qué otras ‘lindezas’. Por el ‘atrevimiento’ de poner en tela de juicio las decisiones o la inacción de los supuestos líderes de la nación, pero sobre todo, por el mero hecho de hacerlo siendo mujeres que peinan canas.

Una tendencia actual vergonzosa que se encuentra lamentablemente extendida y aceptada en el mundo occidental. En otras civilizaciones y culturas, los mayores eran, y en algún caso todavía son, los referentes de la sociedad. Venerados y escuchados con atención, no sólo por su edad, sino también por su sabiduría y experiencia en la vida, los ancianos eran parte elemental e imprescindible.

Sin embargo, en nuestros días, los hemos relegado a un segundo y hasta tercer plano. Y la discriminación es todavía más obvia y más burda, cuando además de a los años, le añadimos la variable del género femenino.

Obsesionados con la eterna juventud, los estándares de perfección que se les exige a las mujeres para seguir ‘existiendo’ y ‘contando’ son simplemente ridículos. Más si se tienen en cuenta los avatares fisiológicos que atraviesa la mayoría durante su vida y que definen nuestro cuerpo: menarquía, maternidad y menopausia.

Por eso me parece una hazaña la gesta de las jubiladas suizas, que desafiando el ostracismo social que les mantiene alejadas de los grandes titulares, han decidido ponerse el mundo por montera y desafiar las estadísticas denunciando el incumplimiento de ‘contrato’ de un grupo, todavía mayoritariamente masculino, que se siente intocable. Y lo han hecho sin grandes aspavientos, probablemente sin muchas expectativas, pero con dos ovarios.

Hay algo maravillosamente admirable en su determinación y valentía. Porque verán, seguramente son uno de los grupos de población más extraordinarios y resistentes, aunque, paradójicamente, más subestimados y desperdiciados.

La mayoría de nosotros hemos sido afortunados de contar en nuestras vidas al menos con un ejemplo de este prototipo de mujer madura. Abuelas, madres o tías que se ríen de la tiranía y el yugo de los prototipos de belleza, que se pasan por el arco del triunfo el qué dirán, junto con la aprobación o la admiración de los hombres, y para quienes las otras mujeres son compañía y no competencia.

Dueñas de sus propios pensamientos y sabedoras del menosprecio y de la poca atención social que se presta a sus reflexiones sobre el mundo o la actualidad, a menudo son portadoras de algunas de las voces más poderosas, visionarias y libres de prejuicios. Y los que tenemos la suerte de escucharlas o haberlas escuchado somos conscientes de que su sabiduría y su sentido común podrían cambiar el mundo, o al menos simplificarlo.

Por eso sería magnífico que cundiera el ejemplo de las suizas y su inédita gesta, para que dejaran de ser una ‘anécdota’ digna de contarse y convertirse en viral por ‘curiosa’. Pero lo que sería realmente estupendo es que, como resultado, empezáramos a replantearnos seriamente la trascendencia y el papel de todas esas mujeres irremplazables, paradójicamente ignoradas, apartadas y claramente desaprovechadas.