Opinión | MUJERES

Simone y la guerra

La intelectual francesa dejó constancia de la inutilidad de los ideales bélicos en su "Diario de España"

Simone Weil.

Simone Weil. / Archivo

El 8 de agosto de 1936 Simone Weil cruzó la frontera que separa Francia y España por Portbou. Un par de días después llegó a Barcelona. Tenía 27 años y había tranquilizado a sus padres diciéndoles que venía a España a trabajar como reportera. Viajaba con un carné de prensa, pero esos no era sus planes, ni por asomo. Simone Weil, una de las personalidades más singulares del siglo XX -periodista, escritora, mística, anarquista, sindicalista, miembro de la Resistencia francesa, nacida judía y convertida al cristianismo-, estaba en contra de la guerra, era una pacifista radical, pero quería luchar codo con codo con los soldados de la República española, para compartir su dolor y su destino.

La intelectual francesa consiguió unirse a la Columna Durruti, a un grupo de voluntarios llegados de Europa que andaba por tierras de Aragón. Antes se había entrevistado con Julián Gorki ofreciéndose como espía. El líder del POUM desoyó su oferta, por suicida, pero ella no desistió. Finalmente, se unió a las milicias de la CNT.

La experiencia bélica de Simone en España fue breve. Era miope, muy miope, y sus heridas de guerra, que casi le cuestan la vida, fueron causadas por un despiste en las cocinas de campaña. No reparó en un barreño al fuego lleno de aceite hirviendo y metió el pie en él. Sufrió gravísimas quemaduras y estuvieron a punto de amputarle la pierna. La intervención de su padre, que no las tenía todas consigo y la venía siguiendo desde que salió de Francia, la salvó. La aventura de Simone Weil en la Guerra Civil española acabó el 25 de septiembre.

Weil recogió sus impresiones en un cuaderno, con apenas 34 páginas escritas, que se publicó con el título de "Diario de España". Su contenido ha sido reeditado recientemente por "Página indómita", en un volumen que recopila otros artículos y cartas de la intelectual sobre la Guerra española. Hay allí muchas consideraciones, y muchas contradicciones internas, muchas dudas e interrogantes. Simone Weil se pregunta si hubiera sido capaz de disparar su arma contra un soldado enemigo o si hubiera tenido el valor de impedir que sus compañeros ajusticiasen a un inocente, si la fortuna no lo hubiese salvado antes.

Simone Weil se debate entre sus principios y el sentimiento de solidaridad con sus camaradas. "Nunca me ha gustado la guerra, pero lo que siempre me ha horrorizado más es la situación de los que se hayan en la retaguardia". Por eso se une a los milicianos españoles, por un sentimiento de fraternidad internacional.

No tarda mucho en comprobar que en la guerra hay poca épica, que la jornada transcurre quemando cadáveres abandonados, esquivando a la aviación, robando melones, hostigando a los campesinos. Constata que la crueldad campa a sus anchas, y que se impone a cualquier ideal revolucionario, y lo ensucia. "Una parte hacia España como voluntaria, con la idea del sacrificio, y se encuentra con una guerra que se parece a una guerra de mercenarios, con mucha más crueldad y menos respeto hacia el enemigo".

Simone Weil comprueba que la guerra lo embarra todo, todo lo envilece, hasta el ideal más noble, y que sus compañeros, con los que comparte el ideal revolucionario y una causa que cree justa, no son mejores en el campo de batalla que sus contrincantes: "Largos meses de guerra civil han llevado gradualmente a ambos bandos a un régimen casi idéntico. Cada uno ha perdido su ideal sin darse cuenta, reemplazándolo por una entidad vacía; para ambos, la victoria de lo que todavía llaman sus ideas solo puede definirse por el exterminio del adversario". Sus palabras siguen resonando y mantienen su vigencia. La guerra es ahora como entonces inútil y mezquina.