Opinión | UNA IBICENCA FUERA DE IBIZA

La risa nerviosa

¿Que estoy fatal? Me declaro culpable. Pero, reconsiderarlo: no estoy sola en esto. Aquí están todos locos, me voy, ¡arre, unicornio!

Esta es la razón por la que tienes que reírte más a menudo

Esta es la razón por la que tienes que reírte más a menudo

Retomábamos nuestras clases de baile tras varios días de asueto por Pascua —y aun más torrijas en el cuerpo— cuando mi amiga Olga, en un giro con tirabuzón acabado en barrido, se vino arriba, quiero decir, de lado, y empezó a derrapar en lo que culminaría en un despeñamiento.

Dicen que cuando vas a morir tu vida pasa ante tus ojos muy deprisa. Pues cuando caes en un lugar público; cuando tu dignidad está más expuesta, la caída tiene lugar en cámara lenta. Para que el resto de pupilos con mallas y calentadores que mantenemos los pies en el paso correspondiente contemos con el tiempo necesario para ser testigos del recorrido, los volantazos y el derrumbe. Bueno, sí, y para acudir en masa a socorrerla. Mientras la izaba, viéndole ese gesto de qué ha pasado aquí, con los ojos como platos… empecé a reír como una loca.

Cuando otra amiga —mucho mejor persona que yo— le preguntaba si se encontraba bien, me apresuré a responder que esperaba sinceramente que sí, porque me importa, vale, pero también porque si no voy a quedar fatal delante de toda la clase con lo que me había reído. ¡Maldita risa nerviosa!

Años atrás, cuando a la vuelta de un viaje descubrí que nos habían entrado a robar y acabé de madrugada en comisaría, mientras respondía repasando mentalmente la lista de bienes robados, me quedé colgada mirando a las alturas. Tanto, que cuando el policía me devolvió en mí, preguntando en qué pensaba, convencido quizá de que acababa de dar con alguna pista importantísima respondí señalando arriba: “Por cierto al techo no le iría nada mal una mano de pintura.” Y empecé a reír.

Cuando tras meses agónicos de mi padre empezaron los paliativos, estábamos todos —o casi todos— en sus últimas horas alrededor de aquella cama de hospital. Él, sedado con la boca abierta. Nos dejaron un vaso de agua con un cuentagotas para ir rehidratándole la lengua que se hinchaba ante nuestros ojos como una esponja. Hasta que una de las veces, tras una gota, su lengua se puso sonrosada y sin hacer ruido alguno... cambió de color. Murió. Qué sensación tan extraña tras tanto tiempo en un hospital y que, en cuestión de minutos, en vez de médicos y tratamientos, quienes entran lo hagan para darte instrucciones sobre un asunto tan distinto como ir a buscarle ropa para el entierro o ir a pompas fúnebres a comprar un ataúd. Y elegirle qué camisa, pantalones, calcetines. Y con el traje, encontrarnos ahora del otro lado de una mesa revisando un amplio catálogo de ataúdes. Todos terribles. Espantosos. Y sin saber por qué… empecé a reír y reír y reír. Mientras me miraban con estupor, antes incluso de que me preguntaran, les respondí que acababa de caer en la cuenta de que le había dado la gota que colmó el vaso.

Reímos porque ante una experiencia traumática o angustiosa, colapsamos

¿Que estoy fatal? Me declaro culpable. Pero, reconsiderarlo: no estoy sola en esto. Aquí están todos locos, me voy, ¡arre, unicornio!

En mi defensa diré que no soy la peor persona del mundo ni un ser humano carente de empatía y que cuando más me he reído, con diferencia, ha sido cuando yo misma me he caído y he acabado en urgencias riendo todavía, hasta tal punto que no han tomado en serio mis lesiones hasta que una radiografía ha confirmado mis fracturas. O cuando alguna vez “yo quería quererlo querer y él a mí no y en vez de fingir o estrellarle una copa de celos... me dio por reír”. Porque los caminos de la risa, además de inoportunos, en ocasiones son —como los del Señor—, inescrutables. Y no solo nos reímos por diversión. Y no, no hay diversión en el sufrimiento ajeno. Es que a veces nuestro leal cerebro nos envía la risa donde socialmente encajaría mejor un gesto compungido solo porque le importa más que nuestra compostura, su utilidad biológica. Reír nos ayuda a vencer el miedo y reduce los niveles de estrés. Reímos como herramienta para aliviar la tensión, la ansiedad y el dolor. Reímos porque ante una experiencia traumática o angustiosa, colapsamos. Porque queremos autoconvencernos de que esta cosa ¡terrible! que estamos viviendo en realidad no es tan grave. Que también pasará.

No en vano por eso hubo que inventar la risoterapia. Por eso existe la risa contagiosa. Por eso nos saca de quicio la risa forzada —que es prima hermana de las lágrimas de cocodrilo—. Porque para reír, a las pruebas me remito... nos sobran los motivos.

Sirva esto como licencia para reírse muy muy fuerte a mi costa cuando yo misma pise una piel de plátano, cuando tropiece en la calle —tras quitarme de en medio antes de que me arrolle un autobús—. Y sobre todo, como salvoconducto si el próximo día de clase de baile va y resulta que me encuentro a mi amiga, sí, pero escayolada y me siento —oootra vez—… la peor persona del mundo.

"Busqué, mirando al cielo, inspiración y me quedé ‘colgao’ en las alturas. Por cierto al techo no le iría nada mal una mano de pintura. […] No hago otra cosa que pensar en ti, nada me gusta más que hacer canciones, pero hoy las musas han ‘pasao’ de mí. Andarán de vacaciones…”

Joan Manuel Serrat.