Opinión | EL OBSERVATORIO

La ruralidad en el punto de mira

A los déficits objetivos que representa la vida en los municipios del campo se suma una visión paternalista con la que todo el mundo parece ser capaz de aportar soluciones

Dos niños corretean por una de las calles de Hontanares de Eresma, el pueblo más joven de España.

Dos niños corretean por una de las calles de Hontanares de Eresma, el pueblo más joven de España.

En los últimos años, la despoblación se ha situado en el primer plano de la escena política y mediática, sobre todo cuando afecta a la ruralidad. Pero, como acreditan varias investigaciones sociológicas, es un error identificar rural y despoblamiento, porque no todo lo rural es igual, no todos los pueblos, ni tampoco solo los pueblos, pierden población. Aun así, se ha asociado indefectiblemente ruralidad con despoblamiento, de forma que se produce un proceso de reconstrucción social del rural, como un espacio doblemente victimizado. A los déficits objetivos que representa la vida en los municipios rurales se suma ahora una visión paternalista con la que todo el mundo parece ser capaz de aportar soluciones. 

Así, los casos de coaching social se suceden con multitud de recetas ejemplares de la mano de los más variados especialistas: desde convertir los pueblos en librerías, a transformarlos en pueblos pitufo, todas las ocurrencias se convierten en soluciones para habitantes minusvalorados en su capacidad resolutiva y obligados a pensar en fórmulas para atraer cuantas más personas mejor: hay que «saber ponerse en el mercado». 

Con todo, todas las fórmulas abundan en la misma dirección, actúan sobre las consecuencias y no sobre las causas, porque la mayor parte de las soluciones comparten la misma idea de la ruralidad. El estudio de la ruralidad se tiene que enfocar más profundamente, llegando a desvelar esas ideas previas que dan lugar a la creencia de que, por ejemplo, todo el mundo puede aportar soluciones a problemas que se simplifican extraordinariamente.

La primera clave de análisis es que el estudio del rural no se puede realizar más que en relación a su «contrario», la ciudad, o «en la» relación que mantiene con ésta. Se puede abordar desde varios ángulos, enfoques y disciplinas, pero, en todo caso, tiene que partir de la base de la existencia de una división artificial de la realidad entre dos conceptos antagónicos pero también complementarios: campo y ciudad. El reconocimiento de esta relación conceptual es, por tanto, un elemento previo en el análisis de la relación que mantienen los polos e, incluso, de la propia realidad de cada uno. No se puede actuar sobre uno sin perturbar el otro. Hablar de rural tiene sentido si se puede hablar de urbano.

La segunda clave es que las líneas que delimitan aquello urbano y aquello rural desde el punto de vista económico, político, geográfico o demográfico son consustancialmente arbitrarias puesto que dependen de la cuestión previa -como si en un juicio hablamos de cuestiones prejudiciales- que tiene un componente básicamente cultural e ideológico. Se trata de diferenciaciones construidas que han generado desigualdades medibles empíricamente. No para que la vida en el rural sea ni mejor ni peor, sino porque políticamente se ha dado cobertura a un modelo territorial de vida mientras que al otro se lo ha dejado desamparado. La forma como se desequilibra la relación entre el urbano y el rural encuentra explicación en el sistema socioeconómico en que nos encontramos.

En este sentido, la lógica productivista dominante se traslada a la esfera territorial y esta profundiza el desequilibrio. Por ejemplo, optar para construir grandes infraestructuras sanitarias en las capitales responde a una lógica de red centralizada, que prima la eficiencia de la acumulación.

La tercera clave es que existe una construcción ideológica territorial primaria en que hay dos mundos: uno de pleno derecho y otro infantilizado, de segunda, al que se conceden unos derechos que se considera que no tiene en primera instancia, puesto que se trata de un territorio al servicio de los habitantes de la ciudad. Y ese planteamiento no es político, es un marco ideológico que comparten la derecha y gran parte de las izquierdas, como acredita el problema de las macroplantas solares. Tiene, por tanto, una complicada solución.

Para empezar a superar la situación hay que aceptar el marco analítico dual y conflictivo, pero con el fin de superarlo. Se tienen que transformar las relaciones de carácter colonial que se dan entre los espacios, para disolver la frontera existente entre ellos con políticas realmente equilibradoras y que permiten las personas que habitan los territorios rurales decidir su futuro.