Opinión | LA ESPIRAL DE LA LIBRETA
Otro paso hacia la barbarie estalinista
El opositor Navalni ha muerto en el Ártico, en el gulag posmoderno: temperaturas gélidas, aislamiento, oscuridad, desatención médica y comida de mierda
Cuentan que a la muerte de Iósif Stalin, el 5 de marzo de 1953, descubrieron en la mesa de su despacho, debajo de un periódico, una carta del líder de Yugoslavia Josip Broz Tito que decía así: "Stalin, deja de enviar asesinos para matarme […]. Si no dejas de mandar sicarios, despacharé uno a Moscú, y no habrá necesidad de enviar otro". Sea la anécdota auténtica o solo a medias, de ella rezuma una verdad inapelable: Stalin carecía de escrúpulos para liquidar a sus enemigos. Los expertos calculan que unas 800.000 personas fueron ejecutadas en el Gran Terror de 1937 y un millón enviadas a los campos de trabajo en el hielo eterno.
La mano sangrienta del estalinismo podía cruzar el océano y alcanzar incluso México, la casa de Coyoacán donde León Trotski se disponía a leer un documento a la luz de una ventana, en la tarde del 20 de agosto de 1940, cuando Ramón Mercader le abrió la cabeza con un picahielos de acero afilado, como los que utilizan los alpinistas. La sombra de ese Stalin posmoderno llamado Vladímir Putin también cobija un reguero de cadáveres, de voces disidentes aniquiladas: la periodista Anna Politkóvskaya (2006), muy crítica con la guerra en Chechenia; el político liberal Borís Nemtsov (2015), un activo militante anticorrupción; o Yevgueni Prigozhin (2023), jefe del grupo mercenario Wagner, muerto en un extraño accidente de aviación, quien protagonizó un motín contra su amo, tras las tensiones en la retaguardia de la guerra en Ucrania.
En la misma fecha en que a Trotski le hincaron un piolet en el cráneo pero 80 años más tarde, el 20 de agosto de 2020, el opositor ruso Alexéi Navalni fue envenenado con el agente nervioso Novichok, vertido en un botellín de agua (o impregnado en su ropa interior) durante un viaje a Siberia. Lo trasladaron a una clínica de Berlín, donde permaneció 19 días en estado de coma. Que siguiera vivo constituía casi un milagro, después de haber destapado la corrupción de Putin y el palacio versallesco que se hizo construir en el mar Negro, con puerto propio, casino y un ‘rink’ subterráneo para practicar el hockey sobre hielo. En la noticia que saltó el viernes reverberó el eco de una muerte anunciada. Un paso más hacia la barbarie estalinista.
¿Por qué justo ahora? Nunca podremos entresacar una verdad monolítica, pero se antoja poco verosímil que la desaparición de Navalni responda a una orden de asesinato directa, cuando Putin se dispone a ser reelegido en las elecciones presidenciales el mes que viene, una especie de paripé plebiscitario —no le convienen ni desórdenes— y cuando EEUU se encuentra en pleno debate sobre la ayuda militar a Ucrania. Más bien parece que el opositor ha sucumbido al asesinato lento, recluido en una prisión de alta seguridad en el Ártico, en el mismo territorio que el gulag de ominoso recuerdo: temperaturas de más de 30 grados bajo cero, aislamiento, oscuridad, bajos nutrientes, comida de mierda y atención médica nula o negligente. Navalni regresó a Moscú como el mártir a su hoguera. De hielo.
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