Opinión | EL REVÉS Y EL DERECHO

Periodistas: un respeto

Habrá maneras, imagino, de dilucidar qué pasó para que salieran en tromba los portavoces borrando a los periodistas del mapa de la información, acusándolos de manipularla

Acto electoral de Feijóo en Sarria (Lugo)

Acto electoral de Feijóo en Sarria (Lugo) / Eliseo Trigo

Dieciséis periodistas, entre ellos Paloma Esteban, de EL PERIÓDICO DE ESPAÑA, del Grupo Prensa Ibérica, se reunieron el último viernes con un alto cargo del partido de la oposición al Gobierno actual. En esa reunión, que duró más de dos horas, se produjo lo que es habitual: se habló como si nadie estuviera grabando, pero todo lo que se dijo podía decirse luego, sin acreditarlo.

Alguien llevaba la voz cantante, suele ser lo natural, pero no se dijo nada, todavía, ni del tono de su voz, ni del origen de su profunda garganta. Un alto cargo, ya se sabe qué significa esto. No alguien con un encargo de hablar. Sino alguien que habla desde su propio cargo, que es alto.

De todo lo que se habló, que sería mucho, ha salido una relevante información (no el nombre propio de quien la dio) que ha irradiado un enorme lío político. Una información que ha hecho boom. Como suele suceder cuando los hechos son complejos, la simplificación ha venido dada gracias al sentido común aplicado por los periodistas a lo que escucharon decir al citado alto cargo. Nadie inventó nada, y eso que es importante ha dolido más que si lo hubieran tergiversado.

Esa justeza es una de las bendiciones del periodismo, cuando esto se logra. Y en este caso se logró: aquel alto cargo expresó su punto de vista, pasado y presente, sobre lo que en el futuro podría suceder con la más controvertida de las cuestiones que ahora afronta este país: amnistía sí o no. Nadie mejor, parecía, que aquel alto cargo para explicar, aunque fuera en off the record, la posición de los suyos al respecto de esta espina clavada en la realidad nacional.

Las conclusiones de las que tomaron nota los periodistas no vinieron de interpretaciones de los reporteros, nacieron de las propias palabras del convocante, cuyo nombre sigue reservado, como suele suceder en casos así, por los periodistas reunidos, representantes de los muy variados rincones de la cultura periodística actual.

Esa unanimidad de los hechos relatados parece insólita en el periodismo actual, donde las versiones suelen pasar por el arco de la duda o de la interpretación y no por la verificación que exige la ética periodística. ¿Dijo esto o dijo lo otro? ¿Tienes tú unas notas distintas que las mías? En este caso, desde la noche del sábado, cuando ya se podía hablar, o escribir, de lo que se dijo en aquel conciliábulo de más de dos horas, resultaba igual como un cristal es igual a otro cristal lo que cada uno se llevó en su recado de escribir. Nadie dijo esto que dice este no coincide con lo que dice este otro, al contrario: todos dijeron lo mismo. ¿Periodistas unidos para mentir, para deshacer un hecho?

Suelo citar a Francisco Candel y su novela de este título, ¡Dios, la que se armó!, para subrayar lo insólito. La que se armó ha sido de órdago. Era lógico: en ninguno de los términos en que fue citada esta garganta profunda del partido de la oposición discreparon las versiones periodísticas, todo el mundo dijo lo mismo, y nadie, ninguno de esos dieciséis periodistas, ha descendido, ni en el detalle ni en lo grueso, a borrar, sino a corroborar, todo lo que dijo, profundo o no, esa garganta.

La unanimidad, pues, chocó durante la digestión de los hechos contra la algarabía acusadora de los segundos del convocante. Éstos decidieron que era mejor matar al mensajero. Al fin y al cabo, son periodistas. Las declaraciones primero fueron un runrún y luego un escándalo. Tarde para borrarlas.

Los periodistas, los dieciséis periodistas, no eran dos o tres, ni eran todos de la cáscara amarga, habían dicho lo mismo acerca del más vidrioso asunto que hasta ahora se ha discutido en España. Ni con gritos ante la multitud, defendiendo que no pasó lo que había pasado, se puede borrar ahora este escándalo que supera los límites de aquel encuentro de una garganta sola con una máquina de escribir multitudinaria.

Se armó buena, como en aquel libro de Candel, pero se quiso desarmar por donde menos se podía romper la baraja, por el lado del periodismo, cuya crónica unánime no ha conocido resquicio, ni freno, ni marcha atrás. Habrá maneras, imagino, de dilucidar qué pasó para que salieran en tromba los portavoces borrando a los periodistas del mapa de la información, acusándolos de manipularla.

Es imposible que esto último se haga sin que, a más de uno, de arriba abajo, se le caiga la cara de vergüenza, a no ser que ya la vergüenza y la cara no vayan juntas. Dieciséis periodistas siendo acusados de tergiversar, es decir, de mentir es demasiado para un cuerpo tan disperso como este al que me siento tan orgulloso de pertenecer.