Opinión | VERDIALES

La vida enferma

Sólo hay un modo cuerdo de intentar comprender lo que la enfermedad comporta, y ese es la escritura

Uno de los problemas que agravan el cáncer es el retraso en el diagnóstico.

Uno de los problemas que agravan el cáncer es el retraso en el diagnóstico. / JCOMP. FREEPIK

No es fácil convivir con la enfermedad. Sí, así presentada, con el artículo determinado delante, pues, aunque hay afecciones más terribles que otras, la condición es siempre la misma: el destierro del país de los sanos. No con esas palabras exactas, pero sí parecidas, lo describe Christopher Hitchens en Mortalidad, las memorias en las que narra los dieciocho meses de tormento que pasó desde que le diagnosticaron cáncer de esófago hasta su muerte, el 15 de diciembre de 2011.

El escritor y periodista, un polemista brillante, de esos que ya no se estilan, experimentó, durante el tratamiento y su ulterior agonía, la transformación que todo enfermo padece y ante la que nada puede hacer: un drástico cambio, irreversible, en la relación con el mundo que le rodea. Para entender lo que le sucedía, Hitchens recurrió a las palabras, porque sólo hay un modo cuerdo de intentar comprender lo que la enfermedad comporta, y ese es la escritura.

Antes de morir, Tolstói dijo: “No entiendo qué se supone que he de hacer”. De hecho, han sido muchos los autores que a lo largo de la historia reciente de la literatura han aspirado a ello, unos con más éxito que otros, ya sea desde la perspectiva, propia e intransferible, del paciente o como cuidadores, que siempre están cerca y, sin embargo, permanecen lejos del que sufre. Son numerosos los nombres que ahora recuerdo (el mismo Tolstói, Susan Sontag, Oliver Sacks, Henning Mankell), aunque hay uno al que en los últimos días he vuelto a releer: Anatole Broyard.

En Ebrio de enfermedad, libro publicado tras su muerte por cáncer de próstata, el prestigioso crítico del suplemento literario del New York Times escribe: “Freud dijo que todos los hombres están convencidos de su propia inmortalidad. Yo desde luego lo estaba. Me había entretenido a lo largo de la vida hasta llegar a ese punto, y cuando el médico me dijo que estaba enfermo fue como una descomunal descarga eléctrica. Me sentí galvanizado. De pronto fui una persona nueva. Todos mis antiguos y triviales yoes cayeron uno por uno y me vi reducido a la esencia. Empecé a mirar a mi alrededor con ojos nuevos”. Los ojos del que ve aproximarse a la muerte.

Caracteres distintos

El motivo de que haya regresado a las páginas de Broyard tiene que ver, una vez más, con mi historia personal. Por razones que no viene al caso explicar, literarias, estoy lidiando con los peores momentos, en forma de memorias, de las dolencias que acabaron con la vida de mis padres. Los dos murieron de cáncer. Mi madre, hace casi veintisiete años. Mi padre, hace cinco meses. Ambos sufrieron lo indecible, pero cada uno afrontó su condición de enfermo, ese destierro del país de los sanos del que habla Hitchens, de una manera bien distinta, condicionada por sus diferentes caracteres, que cambiaron, además, durante sus enfermedades.

Mi madre y mi padre murieron de cáncer, pero cada uno afrontó su enfermedad de una manera distinta, condicionada por sus muy diferentes caracteres

Mi madre lo hizo, ahora lo sé, desde la ingenuidad de sus cuarenta años, sin renunciar ni un solo día a la alegría. Mi padre, en cambio, se acurrucó en la difícil intimidad del paciente y quiso preservar su privacidad hasta el final, sin compartir, ni siquiera con las personas que estábamos a su lado, cómo se sentía. Mi madre no renunció a la sociabilidad. Mi padre abrazó, a veces demasiado, la soledad.

Mi madre incorporó la enfermedad a su estética (pelucas, sombreros). Mi padre prefirió no ser visto. Mi madre hablaba, según los recuerdos de quienes la conocieron, de los placeres de la vida incluso días antes de que la sedaran. Mi padre agonizó refugiado en una afasia que llegó a contagiarme a mí, incapaz de articular palabras que le procuraran algo de consuelo. Frágiles los dos, vulnerables, aterrados. Profundamente humanos. Porque la muerte es casi más humana que la vida.

Lo he descubierto leyendo a Christian Bobin. Hace unos días, dos amigos escritores me regalaron su libro Autorretrato con radiador “con la esperanza de que encuentres en él algo de luz”. Y así ha sido. “Hablo mucho de muerte en estos cuadernos -dice Bobin-, pero no puedo elegir mis palabras y si, al leerme, dan ganas de probar un buen vino, de hacerle una visita a alguien a quien se quiere o de llegar tarde a trabajar, pues bien, este libro habrá encontrado su verdadera alegría”. Brindo por ello, por él y por mis padres.